La colgada

Oct 2022-Lucas Bruno

Se juntan en la plaza
Compartir en

Para Hernán, mi padrino, 

que me metió esta idea en la cabeza

Los chicos me están esperando. El hermano mayor del Negro le regaló una pelota y quedamos todos en estrenarla en el pavimento nuevo con un picadito. Ayer me llamó por teléfono y me dijo que íbamos a estar todos. Tengo que salir rápido, quiero hacer un “coca-cola” con el Negro antes de que empiece, para probar la pelota nueva. Mamá no me deja salir hasta que no termine la leche. Me levanto las medias, me ajusto las zapatillas, manoteo la última galletita y salgo. Seguramente me toque hacer el “pan y queso”. Esta vez lo voy a elegir primero al Gordo.

Qué buena época nos tocó para estrenar la pelota. Estábamos a una semana de empezar el colegio, aprovechamos que nuestras mamás salían a comprar los últimos lápices y cartucheras y armamos los últimos partidos del verano, para empezar las clases ya con anécdotas, rodillas raspadas e historiales de partidos contabilizados.

El pan y queso estuvo bastante peleado. Los equipos quedaron más o menos parejos. Me tocó en contra del Tano, que juega bien. Estábamos todos, cinco contra cinco, como la mayoría de las veces. Con ocho ladrillos que agarramos del baldío de al lado de doña Irma hicimos los arcos. Dos ladrillos por palo. ¿Qué diremos mañana, cuando seamos viejos? Los arcos nos quedarán chicos y la sonrisa que traerá el recuerdo le quedará grande al día, le sobrará por todos lados. Quizás pateemos alguna piedrita para meterla entre ladrillos dispersos y gritaremos en silencio un gol con el puño apretado, dibujando en nuestra mente la calle toda de aquellos días y los arcos sin redes.

Los picados en la calle tienen ese misterio inexplicable de falta de matemáticas y falta de ganadores y perdedores. Los palos de los arcos pueden medir 100 metros o pueden ser atravesados invisiblemente con tal de que no sea gol. La falta de toda regla, excepto, claro, de las que nos imponemos antes de empezar cada partido. Podemos romper la ley de gravedad, pero no los códigos. Solo queremos jugar. Y si pudiera ser para siempre, mejor.

No hay horarios, no hay relojes. Ni siquiera el sol demarca bien qué hora es. Recién después de un buen rato, me sentí cansado. Doblando la esquina, apareció un auto, se fue mostrando con lentitud, con esa velocidad que aminora el chofer, el chofer que estuvo donde estuvimos nosotros, seguramente, tiempo atrás. Bajó la velocidad, hizo zig-zag con los arcos y de pasada preguntó cómo iba el partido, lo miré y le dije levantando los hombros que ni idea, me reí y él se alejó sonriendo haciendo un gol con el auto, entrando en uno de los arcos, saliendo de la cancha de cemento.

Ya era momento de volver, uno gritó “mete gol gana”. Ahí sí la cosa se pone seria, ahí sí que cuentan los goles, uno.

Uno se concentra, rearma el equipo, acomoda posiciones, distribuye las marcas. Después de que pasó el auto, encaré con toda la furia. Se la pasé al Gordo, era la última jugada, y justo ahí, justo en la última, el Gordo la colgó en el patio de la señora Irma. 

No debería estar, porque siempre protesta y después, según esté ese día, o según algún gesto grosero de nosotros, la podía devolver o no. Pero siempre gritaba algún insulto. Esta vez esperamos y no pasó nada. Ya entraba la noche cuando con el Tano con solo mirarnos coincidimos: ¡No la íbamos a perder! Era una pelota nueva, seguro ella lo entendería.

Nos acercamos al enrejado. A tres pasos nos seguía el Gordo, más por culpa que por solidaridad. Los demás se sentaron en el cordón. No era difícil, había que saltar la reja, se podía usar los transversales como escalera. Después, un jardincito. Luego, una parecita que se podía trepar: apoyar la panza en la cornisa, que por suerte no tenía esas botellas rotas pegadas que son para los ladrones, los gatos o las ratas, nunca supe. 

Cuando caímos adentro, con el Tano no podíamos creer lo que veíamos. El patio envejecido y gris, las paredes descascaradas. En las macetas de cemento, con patas y a rayas, no había plantas, sino yuyos. Había, además, unas sillas oxidadas con almohadones de lona gastada. Todo era raro. Irma siempre andaba limpia y elegante, hasta escrupulosa. Pero lo más raro que vimos fue que alrededor de nuestra pelota, había unas cuantas más y de todo tipo. 

Nos miramos y fuimos corriendo hacia la nuestra, que relucía de nueva. Las otras no sólo estaban viejas, eran antiguas. Ahí nomás, como tomados por un impulso, empezamos a patear las otras hacia afuera. Lo hicimos rápido y desprolijamente, asegurándonos de que llegaran a la calle. Algunas se desintegraron en el aire, desaparecieron. Otras llegaron a la calle, cruzaron con éxito la tapia. Cuando no quedó ni una, con más celeridad trepamos la pared, escalamos la reja y caímos en la calle. Los otros estaban de espalda, mirando hacia la esquina a otro grupo de chicos que agarraban las pelotas y se alejaban.  

Parecían de otra época, algunos reían mientras iban pateando con pases cortos, en sepia o sin color. Uno nos miró y nos dijo “gracias”, y le sacudió unos pastos grises a su pelota y se la llevó debajo del brazo.

Ahí nomás el Tano le gritó – ¡che! ¡Esperá! ¡No te vayas! ¡No se vaya nadie! ¡Hagamos un partido todos juntos! -La idea me pareció genial.

Al grito del Tano, los chicos en blanco y negro y en sepia se dieron vuelta, se señalaban el pecho preguntando si les estaba diciendo a ellos. El Tano les dijo que sí, que les decía que se quedaran, contó uno por uno y podíamos hacer un 8 contra 8. Se empezaron a acercar todos. Los vimos de cerca, su ropa era extraña, pesada, ¡había una camiseta con bolsillo! Los nombres también eran extraños. Propusimos hacer un pan y queso. Uno que se llamaba Leopoldo dijo que no sabía qué era eso y preguntó cuándo habían asfaltado la calle. Examinó la pelota, la nuestra, la giraba, la manoseaba, no la entendía. Y propuso que jugáramos con la suya, la nuestra era muy liviana para él. 

- ¿Cuantos años tenés? – le pregunté

- Diez – me dijo, mirando el cielo.

- Pero esperá, ¿en qué año naciste? – insistí.

- Y… hace diez años, 1913 – explicó, como si fuera obvio- desde que nací que mi equipo sale campeón, nos dicen la “academia de fútbol”.

- Entonces no tenés diez… tenés… uf, un montón. – dije, haciendo números en el aire- y eso de la academia… si supieras…

- Hola, me llamo Artemio, ¿para quién juego? Yo traje una pelota nueva, es igual a la que se usó en el mundial, la nueva “Crack”, perfectamente esférica, adonde apuntes, va, es impresionante- y la hacía rodar entre nuestras manos, y tarareó una canción muy simpática, de unos tales “Ramblers” o algo así. 

   -Hagamos así – definió el Tano – juntemos las medias, las medias de todos, y hacemos una pelota todos juntos. Vos, Leopoldo, que tenés medias gruesas y largas, usamos las tuyas para encerrarlas a todas. 

-Bueno, empecemos, que me tengo que ir rápido – dijo uno en blanco y negro- el que hace 5 primero, gana.

-Sacamos nosotros.

Hoy en día hay muchas películas y científicos y otros locos por ahí que hablan de la máquina del tiempo, de súper poderes que permiten volver al pasado, o detener la vida, hasta dicen poder reconstruir rostros y fisonomías antiguas… ¿Qué saben todos esos tipos? Yo me pregunto, ¿qué saben? Se me había ido el cansancio, no sé. Nos miramos con el Tano. Nos dimos cuenta de   que habíamos liberado muchas infancias. Entendimos cabalmente que, al patear las pelotas a la calle, tantos otros picados tendrían, por fin, su última jugada, tantos partidos con tanteador igualado tendrían su desempate, su desenlace, su ganador y su perdedor. Habíamos designado dueños legítimos a las Coca-Colas que eran recompensas de los desafíos, que habían estado esperando por años sus ganadores genuinos. Todo eso liberamos con el Tano, desde el patio de Irma, al lado del baldío.

Pero, y así es nomás – pensaba – los días terminan. Todos los días terminan. Y, ah… ¿cuánto daríamos para que algunos no terminaran y fuesen un solo día sin final? Algunos elegirán algún punto en la mañana, otros optarán detener los últimos segundos de la tarde, están los que la noche les revela la esencia de las cosas y ese momento es el que eternizarían, pero todos los días tienen su final, y así es nomás. Ésa es la propuesta, que el último día nos encuentre en el instante que habríamos elegido. ¿Cuánto hemos anhelado, cuántas veces, que algunos días se congelaran en un punto exacto en el que la felicidad se asienta en nuestras sienes, nos agarra el corazón como si fuera la semilla de una cereza? Que todo quedara allí… que nada se moviese... que… tantas cosas… y, parado inmóvil, sentí que un chico atrás me tocaba la espalda. Me dijo: 

-Perdón, ¿bajás en ésta? 

Lo miré, luego miré adelante por la ventanilla de la puerta. Era la parada anterior a la de casa, la de las canchitas. 

-No, no, yo bajo en la otra, y me enjugué las lágrimas con la manga del traje. 

Menos mal que me di cuenta, si no me pasaba y mi mujer y mis hijos me esperan para comer. 

 

Lucas Bruno
Lucas Bruno

Nacido el 3 de julio de 1987, en Buenos Aires, autor de "Cuentos para leer Ayer, 2020" y "Se juntan en la plaza, 2022"

suscribite a nuestra
newsletter