Carta a la mujer hermosa

Oct 2022-Lucas Bruno

Se juntan en la plaza
Compartir en

En sus pensamientos lloraba. Se dijo para sí que era demasiado temprano. Se sentó en la cama, totalmente despierto mirando la mesa de luz, bañada de toda la mañana que entraba sin vergüenza por la ventana abierta. La habitación era un campo de batalla siniestro, como si fuera un cuadro de todos los vicios, de toda la manida dejadez del alma, el pacto implícito con todos los demonios. Si el mismo Lucifer se le hubiera aparecido alguna vez, habría muerto de miedo, pero toda su vida fue un canto y loa al príncipe de las tinieblas y por eso, en sus pensamientos, esa mañana, lloraba.

No tenía la fuerza para levantarse y encarar el día. Permanecía allí, derrotado por sí mismo, con su interno esqueleto de reproches, su gris sonrisa carente ya de sentido, todas sus ideas como sentina pecaminosa y ruin, su falta de vida. Hacía tiempo ya que el combate había sido abandonado, que había perdido la esencia del hombre, que había cortado el ancla y el océano lo había devorado.

Recordó el preciso instante de la elección. La macabra, la definitiva de abrazar la caída por sobre todo lo bueno que para él estaba destinado. Lloró de nuevo. Esta vez de verdad, ruidosamente, sin consuelo alguno. La hermosa caribeña, despertó, reluciente de mañanas de verano, al escuchar su estúpido sollozo matinal. Su desnudez era para él el nombre de la condena, el sello de su perdición. Lo abrazó por inercia, porque así son los abrazos sin sentido, por inercia, por no tener palabras.

- ¿Qué tienes, cariño? ¿Te duele algo? - Y él ni siquiera sabía su nombre– Recuerda cómo aplaudía la gente por ti anoche, recuerda cuánto te ama el mundo, y mejorarás el ánimo, ya verás, ven, acuéstate un rato más conmigo. 

 Pero él estaba petrificado, mirando la mesa de luz. Casi que no la escuchó. Ella se acostó nuevamente, con las sábanas tapando medio cuerpo, su terso cuerpo de castañas y mentas, su insufrible beldad de las Bermudas.

La noche anterior, perfectamente peinado, frac negro e imán de absolutamente todas las miradas, recibía la consagración máxima, por tercera vez consecutiva, de sus capacidades actorales. El galardón supremo en el arte del cine. La Academia, en justa determinación, lo ponía otra vez en el estrado de los grandes. 

Su discurso filántropo endulzó a la concurrencia y a los televidentes que de él se enamoraban en todo el mundo. La estrella inalcanzable, el astro que cualquier padre querría tener en su linaje. El novio de todas las novias, el protagonista de todos los platonismos, de cada historia. Su discurso, su voz de miel, su sonrisa de luz, su andar poderoso. Máscara. Máscara al barro.

Por las mesas se comentaba, se confesaba la envidia. Se elucubraban excusas para acercársele. Sobre todo, las muchachas. Eso buscaban, lo que siempre buscan, una excusa para acercarse. Los hombres pretendían con él una firme amistad, su totalidad viva, su frecuencia. Era, para todos, motivo de alegría, evidencia de esperanza, de algo mejor, el anhelo de perpetua amalgama ética y moral. Y él sonreía frente a todos, sosteniendo su disfraz endeble sobre las multitudes que aplaudían su maltrecha esencia maquillada, su alma rota, emparchada de falso amor, la marioneta que escondía su voluntad corrompida, y le hablaba al mundo del eterno destino del hombre, de las oportunidades que hay que tomar, del amor de unos a otros, del arte y de la belleza, de las gracias a Dios y a sus cercanos, del deber cumplido, de cuánto debía a los suyos. Y mirando la mesa de luz, insultaba todo a su alrededor, la derrota consumada, la mentira de carne invencible.

Era, sí, demasiado temprano para todo aquello y en realidad, nunca es temprano ni tarde. Porque la conciencia no tiene tiempo, la elección no tiene horarios, uno se lleva a sí mismo donde vaya y, al despertar, el primer rostro que se ve es el propio, sea con los ojos, sea con el alma.

El viento afuera sacudía el aire que era cálido, y recordó la libertad, la verdadera libertad de su niñez. La muchacha despertó nuevamente, gateó atropellándolo, cruzando la cama. Se acercó a la mesa de luz, se quedó quieta unos instantes y luego se fue a preparar el desayuno. Le preguntó qué iba a tomar, y él no supo responder, le contestó que se limpiara la nariz, que era demasiado temprano para eso, y que un café estaría bien.

Minutos después llegó con el oloroso café y se acomodó junto a él en la cama. Empezó a hablar muchísimo, como si no hubiera nada reprochable en hablar demasiado. Le gustaba más cuando estaba callada, exactamente como estaba cuando le entregó el premio la noche anterior, arreglada para la ocasión, bellísima, desconocida, anónima.  

El crocante estallido de la tostada fue para él el contacto con la realidad y despertó por fin. El mundo le sonreía, más tarde lo esperaban en una fiesta o algo así no lejos de allí. Le dijo que se vistiera y que se fuese. Ella entendía esas cosas, aceptó como quien acepta el cambio en monedas de una compra de quiosco, se vistió y se fue.

La cosa se puso seria cuando quedó materialmente solo. Y experimentó el más crudo estruendo del encuentro consigo mismo, no hay silencio para quien queda realmente solo. Y las promesas ya no tienen sentido, ni el dinero, ni los caminos, ni aún la confidencia de los pájaros que cantan en los árboles de las montañas cuando solo el lucero de la tarde es testigo. No. Nada de eso tiene sentido cuando ya se está vencido, cuando ya no hay lucha posible. No hay colores, no hay luces, solo ruidos incomprensibles por afuera, galardones de aire y multitudes enamoradas de nada. Y los pequeños haces de luz que se cuelan e inundan un bosque estrecho solo representan el grito ahogado del propio espíritu.

Se levantó de la cama con impulso muerto, de reojo miró la mesa de luz, y se reconoció vencido una vez más.

Se duchó con agua fría, luego caliente y al salir, por teléfono confirmó su asistencia a la fiesta.

Mientras se afeitaba, recordó con sus propios movimientos a su abuelo, que le enseñó cómo esparcir la espuma y cómo blandir las hojas, allá, en la lejanísima edad de la secundaria, era del viento limpio de los inocentes. Se notó increíblemente parecido, y lo nombró en voz alta, y elevó una oración por él, acaso pidió su intercesión. Confesó sus culpas con él, porque con Dios ya no tenía el valor, le pidió al padre de su padre que abogara por él en lo alto, que solo no podía ya. Un sentimiento de vergüenza lo invadió al verse al espejo, al pensar en su abuelo, lo vio negando con la cabeza, con lágrimas, viéndolo a él desde el espejo, desde otro mundo lejano y celestial.  Consideró posible hundir más de lo debido la navaja, ponerle fin al torbellino, callar, de una vez por todas. Se miró en el reflejo y pensó en cómo se vería tendido sin vida en esa habitación. Ni siquiera eso le causaba gracia. 

Buscó entonces la carta. La que como un saco de escombros lleva a sus espaldas desde el día que la escribió y que también lleva consigo desde ese mismo momento. Como un incansable sonido al oído, como una llamada nunca atendida. Estaba en el bolsillo interno del frac de la noche anterior, como un ángel de la guarda, que solo él veía aparecerse en medio de la farsa. Es la carta que necesita leer cuando la niebla le gana el alma, cuando la evidencia de lo eterno es irrevocable.  

Te he fallado. Y lo sé. No he tenido si quiera la valentía de dedicar esta carta con la palabra “querida”. Porque eres mucho más que eso. Tú has creado y formado este amor. Desde lo más hondo de este calabozo intento aproximar mis intenciones contigo. Entiendo y sé sin poder dudar que no merezca nada de tu luz, pero aun así haré uso a tiempo y destiempo del inexplicable hecho de que tú me has amado primero. Y por eso, dejo escapar sin vergüenzas mis sentimientos hacia ti. Quisiera poder pedirte perdón mas no estoy en condiciones de hacerlo, solo quiero hacerte mi confesión, mi más sincera confesión. Eres tú por quien mis versos laten, eres tú quien da color a mis grises. Tú le das forma y nombre a mis sentimientos. Y te he fallado. Has premiado, sí, mi fidelidad y me has deshecho al perdonarme. Quise corresponder, pero te he fallado.

Quiero decirte que no me olvido ni un segundo de ti. Sé que lo sabes, sé que te duele también por haberme dado tú la libertad para elegirte y para desdeñarte. Pero tú misma has creado este amor. Y me abrasa. Me enciende. Y aun así me fustigas, te presentas como solo una opción más y sabes que nada ni nadie hay que corresponda como tú lo haces.

¿Por qué me has hecho esto? ¿Por qué me has mostrado tu luz tan crudamente? ¿Soy ya capaz de elegir alguna otra cosa? No quiero a más nadie. Me has condenado a esta locura. He dejado otros amores por ti, bien lo sabes, y te escondes, y vuelves a aparecer. He pensado que me habría valido mucho más nunca haberte conocido ni por mí mismo, ni por los demás. He imaginado un mundo sin ti, sin saber de ti, sin escuchar de ti. He pensado últimamente que me habría acostumbrado a los grises, a los sonidos monótonos, a las rimas eternamente consonantes; a las comidas con el mismo sabor; a muertes sin destino; he imaginado que el mirlo y el ruiseñor cantaban la misma canción y morían porque nadie quería escucharlos y morían olvidados; he imaginado noches sin ti. Un mundo de noches sin ti; estrellas al azar, lunas sin pozos ni grietas, cometas sin esplendor ni gracia. Creí, imaginando todo esto, que sería feliz así. Feliz sin ti. Pero, cruel, apareciste: apareces en cada grillo, en cada gota de rocío; en el añil pincelado en el firmamento del primer ocaso y todo aquello del mundo sin ti, se deshace como un diente de león ante la más leve brisa. 

Te he fallado. Me has visto. Me odio por hacerlo. Pero saber que amarte me hace mejor que abandonarte, me impulsa a escribirte esta carta. Quiero que guardes estas líneas, y que me la muestres el día que piense un mundo sin ti. Y ¿sabes por qué? Porque en el mismo fondo de mi corazón sé, y siempre sabré, que cuando no te veo, estás realmente allí, para mí. Y si alguien me dice que estará nublado para siempre, yo diré que he visto el sol una vez, y eso será suficiente.

Te he fallado, querida mía, perdóname. Realmente lo siento. He imaginado un mundo en el que no te soy infiel… ¿Cuánto habré de esperar para llegar a él?

Ayer mismo me has visitado, me has dicho que me perdonabas una vez más. ¡Querida mía! Llévame contigo, te dije. Y me has dicho que no. Eres cruel. Y hermosa. ¿Sabes que he llorado? Sácame, te ruego, de aquí.

Ya ves, escribo desde el pozo que yo mismo he cavado. Hace un tiempo me has dicho que no me convenía. ¡Cruel! Me hubieras arrebatado la pala, me hubieras quitado la fuerza… ¿Cómo has permitido que baje hasta aquí?

He decidido querida mía, amarte. Y si quieres que salga de aquí por mis solas fuerzas, pues entérate, no las tengo. Sé que amas como has amado a otros, pídeles, te ruego, que me ayuden…

Lloró por segunda vez esa mañana, y sin embargo los ángeles le concedieron una sonrisa, fundada en el recuerdo del anciano. Sacudió la cabeza y eliminó todos esos pensamientos que a nada llevaban. Se dio pequeñas bofetadas de alcohol y se secó el rostro demasiado afeitado.

Ensayó unas palabras por si le pedían hablar esa noche. Sonreía, imaginaba a las personas alrededor, brindando, riendo en sana complicidad, y las luces colgantes, salpicando alegrías en las copas y en los ojos. Imaginó a todos reunidos, celebrando, empezó a sentirse mejor y olvidar toda esa oscuridad temprana e inoportuna. Probó varios de sus trajes, los más elegantes, combinó camisas y corbatas, lustró sus zapatos, lamentó haber despedido a la mulata. Mientras ordenaba, cantando, el desastre de la habitación, le brotaba de nuevo y de a poco la alegría, la vivacidad de la noche anterior, los recuerdos del último set de grabación, las horas y los recuerdos del cine, las sobras y migajas que solo tienen actores y directores, los proyectos próximos dentro de unas semanas a filmar en África, y recordó cuánto le gusta viajar en avión, y sintió después de mucho tiempo las plantas de los pies descalzos sobre la alfombra.

Echó al aire otra oración, esta vez de agradecimiento a su abuelo. Ya casi tenía olvidado lo que lo despertó por la mañana, toda esa atmósfera oscurísima. Pensó que solo había sido un susto, una exageración, porque claro, por qué estar así un día como ése, después de una noche como ésa, premio en mano, cariños por todos lados, la aceptación indiscutida de las muchachas, de los hombres, la seguridad del arma de su imberbe sonrisa estelar. Y entonces nada de aquello que le quitaba el sueño tenía en realidad forma, o peso. ¿O sí? ¿No era lo más preciado, en ese momento, vivir? ¿Qué representan ahora todos esos reproches de la mañana desnuda de cargas, tanto vicio? Quizás no era para tanto… quizás no estaba tan sumido en el barro. Se le asomó una sonrisa, igualita a la de la noche anterior, a la del hombre de la noche anterior, se acercó a la cama, se inclinó levemente sobre la mesa de luz, la examinó optimista. Enrolló un billete y aspiró fuertemente las dos líneas que la mujer había dejado preparadas junto al café, que ya había enfriado

Lucas Bruno
Lucas Bruno

Nacido el 3 de julio de 1987, en Buenos Aires, autor de "Cuentos para leer Ayer, 2020" y "Se juntan en la plaza, 2022"

suscribite a nuestra
newsletter