Breve descripción sintomática, breve alegría

Oct 2022-Lucas Bruno

Se juntan en la plaza
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Las sobras en la mesa, después de comer, aunque escasas, dicen muchas cosas. Hablan por sí mismas. De los berretines de unos, de la austeridad de otros. Algunos las tirarían en el mismo instante en que se transforman en sobras, otros las reutilizan con cualquier fin. Se amontonan imperceptiblemente y tienen varios destinos posibles, entre los cuales el más general y consuetudinario es la bolsa de residuos. Marta, la tía Marta, las ve como el simple hecho de lo vivido en compañía. Es una extraña apreciación, naturalmente, nadie hace poesía con este tipo de cosas, solo ella. Y alarga la sobremesa multiplicando por mil la cáscara celulítica de las naranjas, rasgando la capucha plúmbea del vino dándole mil formas y pliegues. Así, todos gozan de la visita de la tía, de sus extrañas apariciones que, aunque sin propósitos, terminan por dejar a todos en leve simplicidad.

Pocos tenían el calificativo de “cercanos” a ella. Le causaba gracia todo ese espectro que habían formado de su imagen, de su férrea e intransigente presencia. Se dice que el Dr. Martínez, Juez de la Cámara, hoy viudo, le juró eterno amor el día que la conoció, y tantos otros profesores y compañeros. La última vez que la vieron en su trabajo, en los altos tribunales de la ciudad, fue todo un suceso. Ya era mujer grande y de experiencia por esos días. Se decía como en broma por los pasillos que había nacido ya con el título de abogada, con unos 30 años. Y en toda su carrera fue ejemplo de profesionalismo, de mesura, referente a veces en cuestiones de moral, de derecho y tantas otras cosas. Tía Marta veía pasar la vida desde otros márgenes, desde otra vida, tal vez.  El día que decidió su retiro, ese mismo último día, muchísimo después de su primer paso en las leyes, se presentó en chancletas en el Poder Judicial y con el diario abajo del brazo dijo que se iba. Saludó al portero antes de salir y le regaló unas medialunas, se subió a un taxi y, simplemente, se fue.

Y así como se fue del mundo de Tribunales, sin aviso, de igual modo apareció la última visita de un verano incierto y desmedido, casi olvidado. Llegó con sus valijas, sin avisar, como siempre, caminando, haciéndose paso por el portón pesado de la entrada sin ayuda de nadie y entró en la casa como si hubiera estado allí todo aquel tiempo, como volviendo del jardín, y después de preparar mate amargo, se puso a charlar con todos, como si la vida hubiese sido suspendida desde su última visita durante la feria y se hubiera reanudado a su regreso. 

Su manera de encarar el día traía a todos ese aire que de un modo imposible hace sonreír. Una alegría sorpresiva, sin causa. Pone tiránicamente sobre las cosas un barniz más brillante, más vívido, y por eso Tía Marta es siempre bienvenida en cualquier lugar, a cualquier hora.

Hace, desde siempre, el mejor pastel de arándanos. Es un hechizo de azúcar y panes en justa sazón, brujería de moldes de tartas y tortas y claras batidas, crocante dulzor de masas olorosas. Y café. Qué injusta es la exclusividad, qué orgullo, de quienes hemos probado su pastel de arándanos. 

Cuando el verano se hace realmente presente, y todos aceptan en su interior el estado de reposo, la asiduidad del trato con la Tía termina por traer las mejores consecuencias en el ánimo: alegran sus historias por ella misma narradas, volviendo a pintar los últimos días de su infancia, su adolescencia y otro montón de cosas que el tiempo ha vuelto beige, y que, a su vez, se vuelven tornasol en su voz lejana y presente en cada relato. Cuando ella los cuenta, sus ojos despiden chispas, irradian un azulado vigor de vida plena, y esparce a su alrededor como un fantasma feliz, compacto y terriblemente expansivo y plástico.

Los niños habían planificado ya sus actividades y era hora de poner todo en marcha. Habían recolectado y seleccionado dos caracoles con sus babosas cada uno, los habían pintado con témperas y les habían asignado nombres y números y los alimentaron durante muchos días con gruesos pastos para todas las carreras que les harían correr en el borde de la piscina. Tenían ya comprados los pequeños globos para llenar con agua, que alguna tarde próxima serían más bien granadas y bombas. Compraron también un detergente bien denso y verde para confeccionar las pompas esféricas que atravesarán el jardín y los países, y tal vez, con un poco (solo un poco) de optimismo, se unirían a aquellas con canastas que surcan los cielos capadocios.

A su vez, los grandes leerán sin cargo de conciencia los diarios, de corrido, solo porque tendrán tiempo para hacerlo. Al igual que los niños, también han programado las actividades. Han comprado la pintura y las brochas y los rodillos, la nueva máquina cortadora de césped, han desempolvado los naipes y las fichas numéricas que, con puntos exactamente distribuidos, engranan y desgranan culebras blanquinegras de dominós.

Tía Marta corona todo aquello caminando por los senderos ocultos entre objetos y personas, objetos y objetos, y personas, con el mate en la mano. Los chicos desconocen a la Jueza, los grandes se alegran por tenerla allí una vez más.

Hubo una mañana. Una muy importante. Sin perder su jovialidad, la tía… había algo en ella. Indescifrable. No es fácil describirlo, porque la tía era la misma, la misma alegría, el mismo todo. Como para poder explicarlo, andaba buscando algo, sin saber en absoluto qué. Y era gracioso porque ella misma lo decía: “No sé qué se me ha perdido, y lo peor de todo es que ¡no sé dónde ni cuándo! ¡Qué vieja estoy!”. Y reía, siempre reía. 

Sorbiendo un amargo, achicando los ojos, por un momento creyó recordarlo, pero no tuvo éxito. Y dijo después, a un público escondido, que, una vez terminado el pastel, iría a buscar el objeto perdido al parque, que quizás había sido allí donde había extraviado eso que nadie sabía, si era acaso que había perdido algo.

Cuando resolvió ir al parque, estaba en el jardín, al fondo. Lo atravesó descalza y lentamente, silbando alguna canción de graciosa melodía. La frágil sencillez de la mañana parecía poder romperse con un suspiro, o con solo sentirla realmente. Confirmó la exacta cocción del pastel, lo cubrió, se calzó y salió en silencio al parque, rascándose el mentón, mirando hacia todos lados. No se distinguía con claridad si caminaba ella o si en realidad era llevada por sus recuerdos, o sus pensamientos, como si una sombra invisible la precediera y la llevara de la mano, tan dócil ella con su finura de papel.

El parque no estaba lejos de la casa. Era el mismo de siempre, inmenso o diminuto, según los ojos, según la libertad. Estaba lleno de caminitos de cerámica rojiza triturada; eran eternos laberintos sin destino, testigos de mil pasos, de mil historias. El viento tímido hacía temblar las hojas alegres de los árboles y sacudía las pelusitas a la deriva. Vivía entonces un verano desvergonzado y verdoso, y suspiraba otra vez su humor de optimismo. 

Como si ella misma lo hubiera diseñado y construido, se adueñó de todo el parque al entrar en él y escogió el banco en el que se sentaba añares atrás, cuando su propia madre y sus tías la llevaban de pequeña. Los años de rayuelas incontables, saltos de soga con sus primas, y panes de azúcar y dedos pegoteados, de rayuelas interminables y de piedritas que caían en números pares e impares, obligando a mantener el equilibro en un pie. Recordó aquellas épocas y le regaló a la mañana toda su mejor sonrisa, aquellos días en los que no había tantos autos en la calle, aquellas mañanas cosidas y apuntadas en la “Singer” de madera oscura, que hoy los chicos usan como fuselaje de aviones y autos de carrera, aquellas tardes casi iguales a las de este verano que, perfumado por el pastel de arándanos, se hace sentir sobre todos fresco, tibio, caliente y fresco de nuevo por las noches.

A su lado se sentó una muchacha, una joven madre, que retocaba su maquillaje reflejándose en un minúsculo espejito rectangular. La muchacha veía a su hija jugar dando vueltas por allí.

La pequeña se acercó saltando, intercalando los pies. Sostenía con una mano un tubito con agua y jabón, y con la otra un palito con un círculo en el extremo. Se paró frente a Tía Marta. Metió el palito en el tubo, revolvió un poco el líquido, acercó el círculo a la boca y comenzó a soplar, creando una burbuja que crecía mientras soplaba lentamente y aumentaba su tamaño. Tía Marta vio el reflejo de la niña por todos los bordes. Era la misma niña, pero de cabeza y con otros colores. La burbuja salió despedida y fue directo a su rostro. Todo el parque se introdujo en la finísima esfera de jabón, se volvió trémulo e inseguro, y también cambió sus colores que, aunque irreales, proponían una paleta muy interesante a las nubes, los árboles y las trituradas cerámicas, gelatinoso y endeble parque de jabón. Cuando la burbuja tocó la nariz de Tía, todo aquel nuevo parque explotó, y volvió a la normalidad otra vez. Sonrió.

Recordó a los niños en casa, recordó la pretensión que tenían de sus propias burbujas al comprar tanto detergente.

La joven madre alejó a la niña, le dijo que no molestara a la abuelita. Sin embargo, no sabía el bien que aquel juego le había hecho, tanto bien... Tía Marta sintió gran alivio por fin, y llegó tal vez con ese juego inocente, la cálida memoria de su abuela, que posó como en ensueños su mano sobre la de ella, exactas las dos, a esta altura.

La muchacha y su hija, entre juegos y cosas, se fueron alejando y desaparecieron. Tía Marta las saludó, pero ellas no la vieron. Se recostó sobre el banco, dando pequeñas palmadas sobre los muslos, tarareando I´ve got you under my skin, y en el añil de sus ojos descansó el mundo que tan rápido se mueve, y al detenerse, en un extraño azul de arándanos se reflejó lo simple de la vida, y no recordó ya nada de sus años de leyes.

Quedó apoyado sobre el banco el tubito, y quedaba aún un resto del agua espumosa. Lo agarró, miró por todos lados a ver si encontraba a su legítima dueña, pero ya no estaba allí. Se quedó revolviendo el alegre mejunje, mirando de reojo si alguien la sorprendía buscando con complicidad todas las infancias que hemos saludado y despedido algún día sin saberlo. El sonido le figuró a su lejanísimo abuelo, el castañeo de sus dientes al hablar, o el frasco de caramelos duros que agitaba cuando ella lo iba a visitar.

Sostuvo el palito, que se movía al compás de su pulso, ¡Qué gracioso era todo aquello! Observó la película multicolor que se había formado en toda la circunferencia, la gota espumosa rebelde que quería escapar en el último punto inferior, la bola que bailoteaba y empezó a soplar, esperanzada de una gran burbuja, gorda y tiritante. Entre sus ojos y nariz volvió a ver el parque dentro de la burbuja todo del revés, sonrió de nuevo. Quiso entrar allí, introducirse en aquel parque, antiguo y nuevo parque de colores extraños, Tía Marta, mientras reía por haber logrado tal esférico mundo irreal. 

Unos segundos después, los bordes estallaron, salpicando gotitas de colores, dejando un fugaz contorno redondeado que se desvaneció luego. El parque recuperó su rigidez y, por fin, la pequeña Marta encontró lo que había perdido, la piedrita había caído en el número siete.

Lucas Bruno
Lucas Bruno

Nacido el 3 de julio de 1987, en Buenos Aires, autor de "Cuentos para leer Ayer, 2020" y "Se juntan en la plaza, 2022"

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