Los árboles de mi barrio

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De niño, nunca me hizo falta un almanaque para saber en qué época del año me encontraba. A pesar de que conocía las fechas importantes para mí (cumpleaños, Navidad y Año Nuevo), igual podía deducirlas con solo levantar la vista y observar a mis amigos, los árboles. Con su aparente quietud, ellos me revelaban el preciso momento del año en que me encontraba: con sus hojas   teñidas de amarillo, anunciaban la llegada del otoño, que arribaba acompañado con el viento, cuyo sutil aliento era una suave caricia sobre mi rostro de niño travieso. A su vez, el viento me indicaba el momento para remontar, en la canchita de la esquina, los barriletes que fabricaba con papel de diario y engrudo casero.

Los árboles me advertían del pronto comienzo de las clases en la escuela pública, la que aún recuerdo con el cariño y la nostalgia propia de las cosas que, a veces, traigo al presente como un invaluable tesoro de la memoria. Con sus ramas peladas, me recordaban cuán fríos eran los inviernos de aquellos tiempos, que anunciaban, además, la llegada de nuevas y originales diversiones: la calesita —con su misteriosa y surrealista magia—, las tortillas fritas en los días grises, y las fogatas que encendíamos por las noches, en alguno de los innumerables baldíos que proliferaban por el barrio.

La aparición de nuevos brotes me anunciaba la llegada de la primavera, augurando el próximo final de las clases, con el dulce y penetrante perfume de la flor del paraíso. Su incomparable aroma simboliza, hasta el presente, la personificación del verdadero y definitivo gran amor que, al comienzo de la tarde de mi vida —y entre tantos femíneos rostros difusos—, aún no he tenido la suerte de encontrar.

Al observar el frondoso verde de sus ramas, mi espíritu se embriagaba de optimismo, de felicidad y de alegría por el cercano verano, que traía consigo la liberación de la escuela para disfrutar, en la canchita de la esquina, de interminables partidos de fútbol. Partidos que solo suspendíamos a la hora del almuerzo, para ser retomados luego, con renovada pasión, hasta que el inapelable llamado de nuestras madres les ponían fin.

Aún conservo en mi memoria las tibias noches del estío, cuando los vecinos, sentados en las veredas de sus casas, se divertían mirando cómo nosotros, los niños, disfrutábamos de nuestros juegos, correteando por la calle hasta casi la medianoche, con la tranquilidad de saber que no nos acechaba ningún peligro.

Eran otros tiempos…

Gracias a mis amigos arbóreos, la magia fue parte real de mi niñez. Aunque parezca increíble, cuando el viento soplaba y jugueteaba entre sus ramas, podía oírlos susurrar sus muchas vivencias. Algunos, de manera mesurada; otros, con gran efusividad; y, unos pocos, con la tranquila y melancólica cadencia de aquellos que, por ser tan viejos, se tomaban su tiempo para contar sus largas y quietas historias.

Siempre supe que los árboles tenían la necesidad de ser escuchados, de confesar sus secretos, de comunicarse con aquel inquieto y curioso niño que, trepado en sus copas, les expresaba su agradecimiento, cuando los convertía ora en un barco, ora en un bombardero… o en un refugio para soñar con total libertad. Siempre estuvieron cerca, proyectando en mí mucha paz y felicidad; contribuyendo a que la simpleza de mi vida fuese algo maravilloso.

De los amigos que la vida me ofrendó, los árboles de mi barrio son de los pocos que siempre tendrán un lugar especial en mi memoria y en mi corazón, aunque nunca sepan lo importantes que fueron para mí, en aquella añorada etapa de mi vida.

Cuarenta años después, cuando por alguna razón regreso a mi barrio, me emociona comprobar que algunos todavía se encuentran de pie, muy callados… Como si me estuvieran esperando.

Roberto Dario Salica
Roberto Dario Salica

Escritor de Córdoba, Argentina. A la fecha, ha publicado cinco libros, uno de cuentos para niños, poemas, relatos de la infancia y dos de relatos fantásticos. De estos últimos, el que lleva el nombre de La Luz Mala y otros cuentos sorprendentes fue elegido por la Biblioteca Pública de New York y la Universidad de Princeton de New Jersey para sus colecciones. Mientras que el libro Travesía fue elegido, por la Legislatura de Córdoba, para ser donado a todas las bibliotecas populares de Córdoba. Ambos libros integran, también, la colección de la Biblioteca Mayor de la Universidad Nacional de Córdoba. En la actualidad, se encuentra escribiendo su segunda novela de corte histórico.

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