YPF

Oct 2022-Gastón Yaryura

Las Plumas del Avestruz
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Es media tarde de enero y la potencia del aire acondicionado no puede disimular el calor sofocante que golpea afuera de la YPF. Los reflejos forman oasis sobre la ruta y  a esta hora el desierto apenas se interrumpe cuando pasa algún automóvil hacia el norte, tratando de ganarle a la noche, a costa del cansancio. El pueblo está de siesta y sólo un operario, la cajera y un grupo de cuatro adolescentes desabridas, ocupan el espacio. No hay mucho por hacer. Miran la televisión, hacen alguna broma soez, mandan mensajes de texto. Soportan el paso de las horas.

-Qué calor! –dice la cajera

-Sí… -contesta el empleado mientras vuelve sobre sus pasos para buscar un vaso de plástico.

De pronto, un automóvil rojo, se desvía de la ruta y toma la entrada de ripio.

-Qué raro… viene desde el norte.

-Sí ¿no? –contesta el empleado mientras se dirige al surtidor.

Las chicas también abandonan la televisión y clavan sus miradas allá afuera. Una mujer de cincuenta años baja con decisión y mientras el tanque se llena, mete de a ratos su cabeza por la ventanilla para hablar con alguien que viaja en el asiento de atrás, y que las chicas no pueden distinguir. Al rato, paga en efectivo y estaciona el vehículo contra el ventanal. La mujer baja y luego lo hace un niño. Un adolescente en realidad, pues tiene trece o catorce años, pero está peinado con raya, vestido con una impecable camisa de manga corta, que luce dentro del pantalón y mocasines lustrados. Parece de otra época, un muchachito de los años cincuenta. Las amigas se ríen cuando entra, y no tienen problemas en que él se entere, pues lo señalan. Les causa gracia, sobre todo, que lleve abrochado todos los botones de la camisa, menos el superior. La madre, que es apenas más alta que él, las mira con desprecio y no duda en apoyar su mano sobre el hombro del muchachito, que ahora sí tiene vergüenza, pues el grupo ríe sin pudor.

Los viajeros toman la bandeja con un café, una gaseosa y dos medialunas y se sientan a la mesa más alejada del bar, para que no los molesten. 

-Es medio… delicado ¿no? –insinúa Laura guiñando un ojo.

-Muuuy delicado!

 Marina ratifica en voz alta, lo suficiente para que todos escuchen y festejen con risas. La madre las mira con rencor, pero el chico mantiene la mirada sobre la ruta, atravesando el ventanal, clavada en el desierto. 

-¿Por qué no lo dejarán en paz? – pregunta el empleado a la cajera.

-Porque están aburridas… 

 Marina no está aburrida: ayer su novio la dejó. Todos se dejan allí, cambian de parejas dos o tres veces por año, hasta el primer embarazo. Ella pensó que con Sergio sería distinto, que podría aspirar a algo más. Pintó sus uñas de negro. “Estoy de luto” les mostró a sus amigas al llegar la estación. 

Clarisa la patea por debajo de la mesa:

-Miren… -dice, señalando con el mentón. 

La mujer se había levantado y se dirigía al baño, afuera del bar.

-Lo dejaron solito al nene… 

Laura se levanta de inmediato, como una hiena ante la oportunidad. 

-A este le meto un beso y lo agrego a mi lista! 

Sus amigas festejan la idea: Laura se jacta de haber besado a más de cuarenta chicos y chicas del pueblo. En los bailes, siempre alguien la busca para terminar la noche. La llaman “peor es nada”. 

-Dejá el chicle, por lo menos! –suelta una entre risas. Laura gira y ensancha la musculosa para que sus amigas vean el tamaño excesivo de sus pechos. Da un mordisco al aire y vuelve a encaminarse hacia el muchacho. Camina moviendo las caderas exageradamente. Desde atrás las chicas gritan:

-¡Beso! ¡Beso!

 La cajera siente vergüenza y mira al empleado esperando que éste haga algo. Él mira para abajo y luego hacia la puerta: la madre tardaría al menos un par de minutos en regresar.

El muchachito parece ajeno a todo, sordo a lo que sucede a sus espaldas. Por eso, Laura se sorprende cuando, antes de que pueda decirle “papito” o algo así, él se da vuelta y posa sus ojos sobre los suyos. Ella se frena bruscamente.

-¡Beso, beso, beso! –escucha que le exigen sus amigas.

 La mirada del chico la atraviesa, la reconoce. La luz del sol traspasa el ventanal y pega de lleno sobre sus ojos, sobre el rouge intenso y reseco de sus labios, sobre sus mejillas. ¿Cómo es que llegó hasta allí? Laura quiere volver sobres sus pasos, pero los gritos se lo impiden. Se pasa la mano sobre el pelo desarreglado. Recuerda que su madre la peinaba todas las mañanas antes de ir a la escuela y los días de deporte le hacía una delicada trenza que todos alababan.

-Beso! Beso! -vociferan sus amigas.

El chico permanece imperturbable, observándola como antes observaba el desierto. Ella no entiende cómo, pero el chico parece saber lo que pasó. 

-Dale cagona! –la azuzan.

Un ardor la recorre. Tiene ganas de regresar, pero no a la mesa: de regresar a su infancia, recogiendo ese hilo extenso y entreverado en que se había convertido su existencia. Piensa que en realidad nunca había besado a nadie y la idea la reconforta. Gira sobre sus pasos algo avergonzada, pero dispuesta a sostener su decisión. Mientras vuelve Clarisa le reprocha:

-sos una boluda… mirá el bombón que te perdiste!

-Cortála – la calla Marina. 

 El chico obedece la seña que su madre le hace desde afuera, y camina hacia la puerta. Todos lo miran, pero el posa sólo un instante sus ojos sobre los de Laura antes de abrir la puerta y subir al automóvil rojo.

 Marina se queda observando a una mariposa aturdida que  revolotea y golpea una y otra vez contra el ventanal, sin poder entrar, sin darse por vencida. Se jura que apenas vuelva a su casa lo primero que hará es quitarse ese ridículo esmalte negro de las uñas.

Gastón Yaryura
Gastón Yaryura

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