Un chico despierto

Oct 2022-Gastón Yaryura

Las Plumas del Avestruz
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- ¡Pibe! Che, pibe… ¡Aquí!

El muchacho -un adolescente sobre cuyos labios recién asomaban los primeros bigotes- se dio vuelta y miró si aquella voz estaba dirigida a él. Nunca antes había estado en Buenos Aires, y el grito le resultó, tan hostil, como la ciudad. 

Las luces de la calle no eran suficientes en las cercanías de Constitución, y recién cuando el hombre que lo había llamado estuvo a unos pocos  pasos, confirmó que no lo conocía.

- ¿Necesitás un taxi? –le preguntó el gritón, mientras seguía aproximándose con esfuerzo.

Darío  desconfió de aquella figura obesa y transpirada a pesar del frío, que se había tomado el trabajo de perseguirlo unos metros desde la estación hasta allí, sólo para ofrecerle un taxi. Su voz le sonó extraña: entre hipócrita y suplicante. O ambas cosas a la vez.

- No –dijo por fin-, me voy caminando, nomás. Gracias.

El gritón había aprovechado aquellos segundos de duda para acercarse a tiro de  un puntazo. Y sacó una sevillana.

- Dame todo lo que tenés.

Darío se quedó duro, petrificado, clavado en la acera. 

- ¿Sos sordo? –la navaja zigzagueó a la altura de la cintura-: Dame todo lo que tenés o te clavo.

El bolso de Darío se deslizó por su brazo hasta tocar el suelo y besar los pies del ladrón. Lamentó su cara de pueblerino y pensó que tal vez podría intentar algo contra aquel usurpador, que de pronto se había transformado de obeso en fornido. No le alcanzó el coraje.

- Dije todo –repitió el hombre con autoridad-. 

Y también le arrebató su billetera.

Darío era de Rivadavia banda sud. Seiscientos habitantes. Tranquilidad por donde se mire. Tranquilidad y miseria. Por eso, había venido a Buenos Aires. Y en eso pensó mientras caminaba por la Avenida Corrientes hacia el Obelisco. “Son dos cuadras después del obelisco. No te podés perder.” El dueño de aquella frase era su patrón en Rivadavia. Un finquero que lo había mandado a la capital a pedido de su hermano, que necesitaba un cuidador para su quinta del Tigre.

Había hecho un largo camino para llegar: Salta,  Buenos Aires, Constitución, el Obelisco, Tigre. Demasiados nombres y lugares desconocidos para Darío.

- ¿Y vos cuántos años tenés? –le preguntó Don Carlos-. Y por favor, dejá de decirme “Don”. Llamáme Carlos, nomás. Carlos o “señor”. Mejor “señor”.

- Dieciséis –contestó Darío mirando para abajo, observando una larga tradición de supervivencia alimentada por el castigo riguroso que, en Rivadavia, recibían los mestizos como él, de los hombres como Don Carlos.

- Mirá –continuó Carlos mientras analizaba la contextura física del muchacho como si estuviera tasando a un esclavo-, por hoy tiráte acá, y mañana hablamos.

Se recostó sobre una frazada tendida en el piso de la cocina, pero no durmió. Sus ojos observaban todo, desconcertados. La luz titilante del microondas, los spots, y a través de la puerta entreabierta, un poderoso equipo musical.

- En realidad, ya conseguí un cuidador para la quinta –le mintió Carlos a la mañana siguiente-. Mi hermano tardó mucho en mandarte.

Darío asentía con rigurosa humildad.

- Pero igual tengo un trabajito para vos... Si te parece.

Carlos, Don Carlos, el señor Carlos, le dio un bolsito que Darío se echó al hombro.

- Te vas a esta dirección –le mostró un pequeño plano de la ciudad-. ¿Ves? –dijo señalando con el dedo-, nosotros estamos aquí. Vos caminás seis cuadras por esta misma avenida, y vas a ver una peluquería. ¿Sabés leer, no?

- Sí –contestó Darío orgulloso de haber hecho, por fin,  algo bien-.

- Buen chico... mi hermano me dijo que eras un chico despierto. Bueno, cuando llegues ahí, preguntás por Gogó. 

- “Gogó” –repitió Darío.

- Exacto. Es una persona mayor. Le decís que te manda Carlos y le das el bolso. ¿Entendiste?

- Sí.

- Después te volvés para acá. Tomá unos pesos para llevar encima.

Carlos le dio un billete de 10, otro de 5 y uno de 2.

- Vos tranquilo. Si cuando volvés no te atiende nadie, esperáme abajo.

Caminaba sin prisa aquella noche. El bolso vacío colgaba sobre su hombro. Había tomado unos vinos de más y no tenía frío, a pesar del viento helado que cruzaba la plaza. Carlos le seguía escatimando el dinero y él cada vez asumía más riesgos. Levantó la vista al cielo, pero no pudo ver las estrellas. Recordó a Rivadavia. Allí sí se veían las estrellas, pero las cosas  hubieran sido muy distintas para él. Su abuelo había muerto joven, hachando árboles de sol a sol por un paquete de yerba por jornada. A su padre lo habían llevado a trabajar a un ingenio azucarero a Jujuy: no lo dejaron ni despedirse y nunca más volvió a saber de él. Miró entonces sus zapatos negros y lustrados, y sintió orgullo. 

El trabajo con Carlos había rendido sus frutos, y no sólo por el dinero: lejos había quedado el andar cansino, propio de su pueblo. Desde hacía mucho tiempo el sonido seco y pesado de sus pasos acompañaba su andar. También se había transformado su mirada. Para Dario, este cambio resultaba imperceptible, pero era una verdad concreta e incuestionable. Sus ojos eran ahora herramientas de trabajo, perfectos. En la oscuridad, veían mejor que nadie; en el peligro, eran amenazantes e intimidatorios. Gogó podría dar fe de ello, si es que algún día volvía a hablar. Por lo pronto, no volvería a caminar, porque le había roto la columna con un pedazo de caño que ahora guardaba como un trofeo de guerra. Tres golpes en el medio de la espalda, mientras se arrastraba como el gusano que era. 

El grito lo devolvió al mundo:

- ¡Pibe! Che, pibe… ¡Aquí! 

- Darío - sobre cuyos labios se apoyaban unos bigotes finos pero recios-, se dio vuelta para mirar si aquella voz estaba dirigida a él.

- ¿Te conozco? –preguntó el hombre obeso y transpirado a pesar del frío-.  

- Sí –respondió Darío, imperturbable. El hombre no lo recordaba, por supuesto, aunque supo de inmediato que se había equivocado. Quiso, tal vez, pedir disculpas, pero  no tuvo tiempo: Darío dio un paso decisivo hacia adelante y deslizó su navaja sobre el rostro del gritón, que gritó más que nunca.

Gastón Yaryura
Gastón Yaryura

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