Las plumas del avestruz

Oct 2022-Gastón Yaryura

Las Plumas del Avestruz
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El tour  comienza con una breve descripción. Los avestruces macho tienen el plumaje negro y mayores dimensiones que las hembras. Ellas son de un color gris apagado, como sucio de tierra. Hay especímenes de hasta 180 kilogramos de peso y aún así, alcanzan velocidades de 60 o 70 kilómetros por hora. El timbre de un celular interrumpe la exposición de la guía. Alejandro mira el suyo: un mensaje de la oficina que no respeta sus vacaciones en Sudáfrica. Puede esperar, piensa, mientras reposa la mano sobre el hombro de su hijo. “Quién era?“ Inquiere su esposa. “Nada, del trabajo”. 

Con un huevo de avestruz -prosigue la guía- se puede preparar el equivalente a 18 huevos revueltos. El dato le parece algo estúpido, pero les traduce a sus hijos y a ellos les encanta imaginar una sartén donde un enorme huevo de avestruz rebalse. “The ostrich show farm” era el paseo que le había recomendado, enfáticamente, su agente de viajes. “Es espectacular y los chicos van a poder andar en avestruz. No te lo podés perder”. Antes no tenía agente de viajes: se organizaba con dos o tres amigos, armaba su mochila  y ya. A Tilcara, a Chile, adonde fuera. Ahora era distinto: era gerente de una empresa de electrodomésticos, estaba casado, tenía tres hijos, viajaba en avión y sí necesitaba de un agente de viajes.

Las plumas del avestruz no son compactas, por eso estas aves no pueden volar. Era cierto: las plumas parecían conformadas por hebras, por decenas de finos hilos conectados a una cánula, como las ramas de un sauce agitadas por el viento. Por eso son excelentes para hacer plumeros (“feather duster“, había dicho y él tuvo que esperar a que ella le aclarara con gestos que se refería a un plumero). La mujer extendió sobre una enorme mesa rústica varias plumas negras para que todos pudieran apreciar lo que decía. Eran suaves al tacto, como de seda. Viendo a los avestruces aletear por el parque, nadie imaginaría que sus alas tuvieran esa textura tan delicada. Otro mensaje de texto. Puede leer la palabra “urgente” y se aparta del pequeño grupo. “Quién es?” vuelve a preguntar su esposa. “¿quién crees?” le contesta molesto.  

Había un problema en la aduana, dos containers con equipos de aire acondicionadores, varados. No estoy en Buenos Aires, quiso excusarse. “Eso el jefe ya lo sabe, o te pensás que no lo sabe? ¿Dónde está el gerente a cargo? -fue lo primero que preguntó. En Sudáfrica, le contesté. ¿Y sabés lo que dijo el jefe? ¿Sabés lo que dijo?” “No”, atinó a susurrar Alejandro. “Que vuelvas. Me importa tres carajos -dijo- pero este quilombo alguien lo tiene que solucionar”. Alejandro se agitó. Iba a insultarlo, pero se contuvo. El Tano era muy lengua larga. “Decíle a Jorge que se encargue, por favor. Estoy en una granja de avestruces en África, a diez mil kilómetros, qué pretendés que haga?” “Yo, nada. El que pretende que hagas algo es el jefe. Pero bueno, le digo a Jorge y te llamo en un rato.”

El grupo había seguido caminando, ahora, frente a un alambrado, la guía explicaba que los avestruces no tienen dientes. “¿Y? ¿Pasó algo?” , le pregunta su esposa.  Los chicos cargan sus manos con granos de choclo y los avestruces se agolpan a comer de sus palmas. Debería tomar una foto o algo, pero se le aparece el rostro de su jefe gritando. Se le aparece toda la oficina en realidad y el Tano y Jorge escuchando los gritos de su jefe, que lo insulta a la distancia. Empezó a trabajar a los 22 años como cadete, después de abandonar Derecho. No era para él. Al año y medio ya era vendedor y cuatro años después, supervisor. Cuando en Marzo lo designaron gerente, sintió que se acercaba a su meta, que había valido la pena tanto esfuerzo. La semana anterior, mientras festejaban la navidad, su primera navidad como gerente, estuvo sereno como nunca antes.

¿Qué pasa si un avestruz te ataca? - le pregunta Vicky, trayéndolo de nuevo. El traslada la pregunta a la guía, que se ríe. Eso sería muy peligroso: pegan  patadas muy violentas y pueden matarte. Hay que tirarse al suelo y cubrirse la cabeza, así sólo te fracturarán algunos huesos, pero sobrevivirás”. Eso no suena muy reconfortante, agrega otro turista, mientras todos ríen imaginando la horrible situación de un avestruz de 180 kilos pisoteando a un turista aterrorizado. 

Antes de ir al establo a montar los avestruces, la guía les quiere presentar a un “personaje muy particular”. Señala un pequeño galpón a unos doscientos metros de distancia. “¿Me acompañan?”. 

El celular vuelve a sonar, esta vez no es un mensaje, simplemente suena. Duda en atender, quizás convendría esperar a que pasen unas horas, y durante ellas, algún milagro. Hola, dice en cambio, permaneciendo frente a la alambrada mientras el grupo camina hacia el galpón. Su esposa se frena como para esperarlo. Le hace señas de que siga su camino, que no moleste. “Una mala y una peor”, le anticipa el Tano. La mala primero, elige él. “¿La mala? No van a liberar la mercadería hasta dentro de unos días: se te pasó que hay un nuevo régimen impositivo y había que completar un formulario especial. Un trámite que retrasa todo. El contador dice que te lo pasó por mail y se lo mostró al jefe.” No recuerda haber recibido ese mail. Se maldice, porque siempre fue aplicado y obsesivo con el trabajo, es todo lo que tiene. Imagina a su jefe estrujando la copia del mail que le mandó el contador, insultándolo, gritando que es un inútil. Siente un temblor que le sube por la espalda, como una puñalada. “¿Y la peor? ¿Qué puede ser peor al lado de eso?” “Después te cuento…” titubea el Tano y le corta, sin darle tiempo a nada.

Los avestruces lo miran desde atrás del alambrado, esperando que les ofrezca algo de comer, unos granos de choclo. La noticia peor que el Tano no quiso darle, sólo puede referirse a él, si no, le habría contado. Cae en la cuenta: con los aparatos retenidos en la aduana, no iban a poder lanzar la promoción de año nuevo, millones de pesos de facturación, y él, en Sudáfrica. Esta vez el sudor es más frío y consistente, lo recorre íntegramente como si estuviera afiebrado. Piensa en sus hijos: la noche anterior corrieron durante más de una hora de una habitación a otra del hotel, dibujaron los animales que habían visto en unas hojas que les regalarían a los abuelos. No tengo que preocuparlos piensa y retoma el camino hacia el galpón pensando que de todos modos no había nada que pudiera hacer desde allí.

Su esposa lo espera en la puerta. ¿No te pueden dejar en paz? ¿O no saben que estás de vacaciones? Le reprocha, como si él disfrutara de la situación. Vos sos la que no me deja en paz, le dice mientras pasa de largo y entra. 

“And here is Knistu” dice la guía, presentando a un hombrecillo negro, enfundado en un overol celeste que le queda enorme. Las canas delatan, tal vez, sesenta años. Cuando sonríe inclinando la cabeza, se advierte que le falta un diente. “Hello”, saludan todos informalmente a una distancia prudencial, como si Knistu fuera también un avestruz, detrás del alambrado. 

Knistu es nuestro principal operario para la fabricación de plumeros, y es el orgullo de la granja. Puede hacer un plumero en tan solo 25 segundos. “Really?” pregunta alguien por sobre el murmullo de admiración. Ha llegado a fabricar 1000 plumeros en una sola jornada, agrega la guía. El le traduce el dato a sus hijos, que miran una pila de plumeros amontonados a un costado. “¿Quieren tomar tiempo?” Desafía sabiendo la respuesta. Entonces le hace una indicación a Knistu que sobre la mesada tiene dispuestos tres juegos de plumas, una cuchilla oxidada, un pequeño soporte de plástico con forma de embudo, unos clavitos, y por supuesto, la varilla de madera.

“Tres… dos… uno… ya“, azuza la guía. Knistu rápidamente recorta las cánulas de los ramilletes de plumas, dejándolos de diferente longitud. Envuelve la varilla con ellos, de mayor a menor. Los ata con un fino alambre que corta en una milésima. Sube el soporte de plástico por la varilla hasta atrapar las plumas. Martilla tres clavitos de un golpe. Ya está. Todos levantan la vista: 28 segundos y el plumero estaba allí. Los turistas lo aplauden admirados y Knistu sonríe sin su diente. “Incredible!” lo felicita su esposa. Knistu inclina la cabeza una vez más y vuelve a su trabajo. La guía le agradece y aclara que el hombrecillo lleva trabajando allí 36 años. Vicky lo invita a agacharse para decirle algo al oído. “Papá… pero no tardó 25 segundos… ¡tardó 28!“. El sonríe. Es casi lo mismo, no tiene importancia, fue muy rápido igual ¿no?. Piensa entonces que en realidad Knistu tardó un 10 por ciento más de tiempo en hacer su plumero y que a esa velocidad haría cien plumeros menos por día. En un año de trabajo, serían como 35000 plumeros menos que “The Ostrich Farm“ no podría vender. “Llamáme ahora” reza el nuevo mensaje de texto. Se da cuenta que Vicky había logrado distraerlo unos minutos de la realidad, de su realidad. La busca allá adelante, acaso tenga otra pregunta para hacerle, pero su hija avanza tomada de la mano de su mujer. Allá van los cuatro juntos, sin saber que en pocos segundos a su papá le dirían lo peor. “Me van a echar“, piensa. Recuerda que tiene algunos miles de dólares guardados y tres mejicanos de oro que le regaló su padre. Marca. Tiene dos amigos a los que también despidieron por “reducción de personal”. Hace años que buscan empleo y no lo consiguen: 45 años es una edad difícil para volver a empezar. Corta antes de que lo atiendan. ¿De que serviría enterarse ahora? Reflexiona que peor es la incertidumbre. Su esposa lo mira desde lejos, angustiada y él se da cuenta que está a punto de llorar. Gira para evitar el contacto visual y ahora es la espalda de Knistu la que queda frente a sus ojos, Knistu inclinado, martillando con solvencia, arroja otro plumero a la montaña de plumeros. Cientos de plumeros acumulados, unos sobre otros. “Hola…¿Tano?”, pregunta . “Te asustaste, eh?” escucha del otro lado. ¿Cómo que me asusté? -alcanza a susurrar. “Que la inocencia te valga, huevón!!!” le grita Jorge, entre carcajadas, por detrás. “Pero..” atina a decir, sin que ellos escuchen porque siguen riéndose a la distancia. “Mirá que sos ingenuo! ¿Desde cuándo a vos te equivocás en algo? El jefe nos dijo que no ibas a caer, pero … se equivocó! ¿Qué sustito no?” “Sí, sí… la verdad… -no sabe que decir-  cuando llegue los mato!” larga por fin, con alivio, mientras retoma el paso para alcanzar a su familia. 

¿Saben qué es esto? -alcanza a escuchar que pregunta la guía señalando una gran tinaja repleta de pequeños guijarros-. Son piedras que comen los avestruces. Estas aves tienen dos estómagos y en uno de ellos acumulan estas piedritas que sirven como una especie de filtro, que los ayuda en la digestión. Pero ya nadie la escucha. Quieren montar los avestruces de una vez.

Gastón Yaryura
Gastón Yaryura

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