Fotografías de la infancia

Fotografìas de la infancia
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“Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños, pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros”. 

(De “Las babas del diablo”, cuento de “Las armas secretas” escrito por Julio Cortázar en 1.959)

Tenía ocho años cuando mi padre me regaló mi primera cámara de fotos.

Él era aficionado a la fotografía y usaba una muy buena máquina alemana que cuidaba casi como a mí, pero aún así, me había enseñado a hacer foco, a buscar la ubicación de la luz y a elegir lo que quería inmortalizar con ella.

Esta, estaba muy alejada de aquella casi exquisita. Era chiquita, simple, sin zoom ni flash, pero ¡era mía! y por eso era preciosa.

Los chicos del cole harían su viaje de egresados, quedaba espacio para los alumnos de los grados más pequeños y yo enseguida quise ir.

Esto desencadenó una larga previa de charlas con mis padres. Claro, no se trataba de quedarse a dormir en casa de los abuelos, cosa que hacía habitualmente, esto era pasar un fin de semana en Rosario, en compañía de maestras y compañeros de escuela.

Me había quedado en claro que papá y mamá estarían en casa en otra provincia, a una distancia no demasiado grande, pero lo suficientemente lejos como para pasar dos días y una noche separada de ellos por primera vez.

Con todo charlado estaba decidida y entonces me dejaron ir. Y el día que mamá me enseñaba a preparar el bolso, papá apareció con la sorpresa de mi cámara de fotos. ¡No podía estar más ilusionada!

Cuando el micro partió, un lazo invisible hizo un nudo en la garganta de mis padres.

Era el mes de octubre y hacia calor. Ese sábado fue fantástico, el monumento a la bandera, la belleza del río Paraná, la costanera, el túnel subfluvial, una tarde con merienda en un lugar donde se jugaba al bowling el deporte de salón top de la época, los juegos, las risas y las canciones. Y yo, convertida en una mini turista con mis lentes de sol y aquel estuche de cuero que guardaba la cámara, colgada al cuello. En los años 70 para sacar fotos, se necesitaba un rollo y el mío era de veinticuatro unidades. Había tanto para retratar que enseguida el carrete quedó lleno. A la noche, el cansancio no dejó mucho tiempo para extrañar, y cuando comenzaba a sentir un poquito de nostalgia, en ese cuarto de hotel que compartía con una compañerita, puse mi estuche con la máquina en la almohada y me dormí.

El domingo no tuvo fotos. Visitar el convento de San Lorenzo fue una experiencia extraordinaria. Mis ojos hicieron foco y nada quedó velado en mi atención y memoria. Bajo mis pequeños pies, creí sentir vibrar la tierra con el regimiento de granaderos a caballo en combate y traté de visualizar la táctica militar del general San Martín y su maniobra envolvente, similar a las usadas por Napoleón, y hasta me pareció ver de lejos, 

 el acto heroico del sargento Cabral. A pesar de mi corta edad ya me habla cautivado el Santo de la espada y por eso no fue nada difícil que mi cabecita, siempre llena de historias e imaginación me situara casi como protagonista de la gesta épica.

Y más tarde comenzó el viaje de regreso.

Esa noche la sonrisa con la que bajé del micro, desató ese apretado nudo que mis padres tenían desde que me había ido y el lazo se transformó en abrazos interminables.

Dicen que no paré de hablar mientras mis pequeños dedos jugaban con la larga tira de la carterita que atesoraba mi máquina fotográfica y una vez rendida, me quedè dormida esta vez en mi cama con mamá y papá a mi lado.

Las alas que me estaban tejiendo, me habían ayudado a salir del nido y a regresar sin dificultad.

Ese fin de semana, aunque separados, los tres crecimos juntos.

Miriam Rodriguez
Miriam Rodriguez

"Todos tenemos algún vidrio roto en el alma, que lastima y hace sangrar, aunque sea un poquito. Al escribir, siento que puedo sacar un poco de esos vidrios fuera de mí. Al ponerlos en un papel ya no me dañan” - Eduardo Galeano. Quizás esa sea la razón por la que me encanta escribir.

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