El truco

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Con tal de no salpicar a la polilla que descansaba sobre el lavado, abrió el grifo casi de cuclillas para ver a través del agua las líneas simétricas de tono cromático que conformaban sus alas. El insecto esperaba el momento de emprender el vuelo, con firmeza, alzando el pecho, y finas patas en vertical. Quiso verle partir, pero el llanto desde otra habitación le hizo volver la vista, perdiéndose el último jugueteo de sus antenas. 

El suspiro no le regresaba la calma, pero retomó la búsqueda por toda la casa con gavetas y armarios abiertos, sábanas revueltas sobre el suelo y volumen a tope para disimular el dolor de su sobrino. El niño de dieciocho meses no estaba preparado para el alcohol isopropílico, y aunque debía detener la hemorragia, lo upo para ver de nuevo el hueco en su cara, preguntándose de cuanta sangre disponía un bebé antes de morir.

De regreso al lavado limpió el gorgoteo con las manos – ahora limpias – evitando empapar su ropa. Por algo tan simple, un sustito y risas, olvidó la hora de regreso de su hermana.

Quizás eran los pantalones de gris marrón que usaba desde los veintiuno, como un recuerdo de la antigua casa, que ahora estaba a mil ochocientos kilómetros de allí, sin ninguna posibilidad de que su madre conociera a su nieto. ¿Acaso era el momento de que el niño hiciese una visita inesperada o lograría cambiarse el pantalón si regresaba a solo tres calles?.

Casi ahogado entre el moco y la sangre, estiró sus manitas buscando el rostro de su tío que lo cubría con su chaqueta para evitar miradas ajenas.

Al llegar, distinguió el pantalón que rezumaba sobre el posa-brazo, no así el niño que miraba sin distinguir el alboroto.

¡Tengo tu nariz! repitió dejando a la vista una masa inflamada con una línea bífida, sin poder adherirla. 

Del otro bolsillo solo quedaba su amuleto: los restos de una nariz cadavérica conservada en naftalina. Colocándolo sobre el vacío el nene sonrío esta vez, respirando a través de ella. 

*

Su hermana regresó con comida caliente. Y sin mirar al niño dispuso la mesa para cenar. Su tío se había encargado de cambiarle la ropa y los pañales, y mecía la cuna con una mano, mientras enrollaba los fideos con la otra. 

La cena avanzaba tranquila hasta que el niño comenzó a rezongar alcanzando con baba el mantel, provocando que de una cachetada le arrancaran de nuevo la nariz.

¡Te dije que no!, ¡Imbécil! gritó la chica sin indicar a quien se dirigía.

Su hermano recogió la nariz y la puso sobre el orificio, haciendo que el bebé se calmara. Luego volvió a su asiento y levantó su plato para sentarse junto a ella. La abrazó, y por un momento creyó que ella se limpiaba los mocos con la manga.

Pero su piel, resbalando del rostro, era lo que manchaba su ropa. 

Doce metros de cinta parecían suficientes para sostenerle la cara, aunque tuvo que hundirle un ojo para que este no resbalara hasta la mejilla, con la salvedad de que la cuenca también la ocupaba la ceja. 

Esperando el fresco de la tarde, la sostuvo por el mentón para que terminara de comer, y relevándola para preparar el baño del niño, la acompañó hasta su habitación procurando que dos almohadillas sostuvieran el peso de la carne.

Mientras el niño jugueteaba en la tina, le entregó su antigua nariz para que la usara de juguete. Esta se hinchó con el agua, y como un barquito, el niño lo hacía recorrer el borde hasta chocar con un extremo, hundirlo y dejar que saliera a flote. El vaivén provocó que tragara agua por la nariz, y el niño tosió una sustancia aperlada, casi blanca, que dejaba ver la línea de las manos cuando su tío lo recogió del agua.

Desde otra habitación, un carraspeó de auxilio lo llamaba. Tenía la boca sobre la alfombrilla de mimbre que antes había limpiado con cloro sin medir la distribución de seis por uno. El contacto provocó que la boca se irritara, produciendo quemaduras en aureola alrededor de las mejillas. 

Vio de nuevo a la polilla que descansando sobre el vidrio, se adhería a la ventana cubierta de vapor. Sus alas pesaban de humedad, y quieta, se dejó arrastrar hasta la salida cuando el fresco se dio paso en el lavado.

Con la piel a cuestas, cubrió al bebé hasta el cuello, al igual que el desagüe dejándola resbalar por el borde de la tina. Muy similar al primer intento. 

*

Luego que quemaran todos sus libros, la garantía de repetirlo dependía de sus borradores, recuerdos, apuntes y esquemas. Retratos, perspectivas como herencia sin domicilio. Aprovechando la profundidad del sueño dejó a su padre ajustado a una maleta. Su madre se encargó de prepararle bórico entre especias y aromas antes de que se enterara de que el truco también mezclaba elementos sin proporción. Su hermana intentó evitarlo disolviéndose junto a ella. Pero logró recuperarla el tiempo suficiente hasta que naciera el niño.

Reunió la piel para reacomodarla sobre la cuna. La envoltura materna sumergió al niño en sueños, que sin fuerzas perdió de vista a su tío que le devolvía una mirada de decepción.

Ahora era él, y un último ensayo. Regresó a su cuarto y repasó todos los cuadernos, intentando traducir las partes ininteligibles, procurando no perder el sentido de estas. volvió sobre su bolsillo retirando piel seca, y la reincorporó a sus manos. No existía ninguna huella que demostrar.

Un espejo.

Puso la mano sobre su nariz y repitió la frase, pero no fue capaz de retirarla. Colocó una toalla y lo intentó una vez más.

¡Tengo tu nariz!

Y los labios de su hermana se arquearon en una sonrisa. No podía creerlo. Pero lo escuchó gritar tantas veces que no pudo disimular. ¡Qué intentaba probar!, dijo en una carcajada

El niño recostado sobre su frente comenzó a buscar el pecho, entrando en llanto apenas la angustia se apoderó de el. Ella escuchó unos pasos, pero no vio a su hermano. El niño le miró entonces recobrando el aliento, en un suspiro cansado, que no le regresaba la calma. 

Verónica Abir
Verónica Abir

Solo lo intento cada día, como respirar.

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