Vidrio, espejo

Oct 2022-Lucas Bruno

Cuentos para leer ayer
Compartir en

Para Beatriz, que me enseñó a leer

“Antiguo reloj de cobre”

(Tango argentino de M. Montero)

Teníamos un trato. Resumir nuestras vidas mientras el café siguiese caliente. Queríamos comprobar nuestra teoría de que el tiempo no es real, o que hay otros tiempos dentro de éste, en el que la joven que nos atiende acaba de dejar un café humeante y oloroso, a tan solo veinticinco centímetros de nuestras narices. Ah, sí, la distancia sí que es real (no estamos seguros con respecto al espacio).

Braulio Fernando (nunca voy a entender ese capricho de los padres de poner nombres tan serios e inconexos a un ser humano que puede caber en el estuche de un violín) estaba muy bien vestido, cruzado de piernas, sentado frente a mí como hace muchos años –cincuenta y nueve para ser exacto- en este preciso lugar en San Telmo, donde nos despedíamos para siempre…. ¿para siempre? 

Empezó sin preámbulos a contarme qué había sido de su vida después de ese último café, un segundo después de ese café hace cincuenta y nueve años. O cien, o mil.

Solo tenía en mis recuerdos que viajaría a Asia por unos negocios. Solo eso.

- Mirá esta foto José, ¡mirá esta foto!- Era un tigre. Primer plano. Devorando otro animalito, pero con los ojos fijos en la cámara. Una fotografía singular, ciertamente, tomada por él mismo, en una de sus vacaciones. Tan real, tan exacta. Si me detengo un poco más, quizás hasta pueda escuchar a estos dos animales, bailando en el límite movedizo de la vida y la muerte. Me encantaría, pero se enfría mi café. ¡Qué foto!

Sus primeros años, dice, fueron difíciles. El idioma, las costumbres, la comida, la estética. No iba a ser tan fácil traer una idea nueva y hacerla crecer.

- Mirá esto, José, mirá esta pulsera. Me la regaló mi primera novia, japonesa ella. Esto fue al cuarto año de mi llegada. La conservo desde entonces-

- Una pieza realmente hermosa- dije, simplemente. Pero me vi mucho más atraído ante la realidad de que en media taza de café cupieran cuatro años.

Y mientras hablaba y se revolvía de nuevo en sus andanzas moviendo sus manos, riendo, recordando y llorando, hice este ejercicio: me imaginé afuera. Me vi a mí mismo conversando con mi amigo, desde allí afuera: qué simpático, dos alegres viejos, tomando un café (seguramente frío), riendo hace una hora, mostrándose objetos de muy poco valor, resumiendo el mundo en una mesa redonda y diminuta y en diez dedos que se abren y se cierran. Dos ancianos que han descubierto el laberinto de lo pasajero, el destino de la lluvia que se desvanece en la tierra y que unos días después, reaparece en garúas que se apoyan amablemente sobre nuestras cabezas.

Vi también al diablo, tomando nota de una conversación de dos mujeres despechadas que hablaban con todo el cuerpo, en la mesa de al lado. Vi mil historias, en un solo lugar, con las manos en los bolsillos, sonriendo, apoyando la frente en el vidrio de la ventana de una confitería, a plena luz del día.

No sé si fue antes o después de todo esto que entró en mí esta idea del tiempo en el tiempo. No podía ser que hubiésemos reconstruido años, en una hora. Tantos años en tan poco segundos. Braulio Fernando estaba viviendo un año entero en un sorbo, o en el tiempo que va de tomar una foto de su maletín, mostrarla, y guardarla de nuevo. ¡Cuán impreciso! ¡Cuán elástico! ¡Cuán real! Cincuenta y nueve años en una conversación, en una mesa, en una mano, en un suspiro, henchido de recuerdos.

- Quiero contarte, cercano Braulio, que mis clases han mejorado mucho-, comencé yo por mi parte- Hemos resuelto con mis alumnos teoremas dificilísimos. Y nos ha causado mucha satisfacción. Una pena que no hayas podido venir a la entrega de premios. Hablé de vos cuando me dieron la palabra.

Me habían premiado hacía una infinidad de años, por un trabajo de matemáticas que había hecho en Europa, en los años en los que mi vida se resumían en eso: una habitación y muchos (muchos muchos) números y fórmulas. Una época hermosa, pero incompatible con mis ganas de sentirme vivo en Buenos Aires. Después de la investigación y los cursos y las clases, volví a los míos, feliz y sencillamente.

A esta altura, en este momento, ya no hay misterios. El tiempo no existe. Por lo menos no como lo conocemos. Y ése es el trato.

El rostro de este joven amigo mío… perdón, de este viejo amigo mío, rejuvenecía de a poco, mientras hablaba, mientras vivía otra vez cada segundo de su historia, que era un rompecabezas cuyo dibujo cambiaba cada vez que se armaba. Era (y es) su propio héroe anónimo, móvil, persistente y loco. Y sin tiempo.

- Siento que tengo treinta años, José.

- Sí,…lo sé…. (yo te siento igual)- , deja de moverte, le dije, y entrecerré los ojos y me di cuenta que sus arrugas…

No quise darme cuenta que sus arrugas se escondían, o más bien, desaparecían. Pensé que debía estar viejo y que ya no vería bien. Le dije que se quedara ahí, que tenía que ir al baño, que ya volvía, que me cuide el café, que ya vuelvo.

El baño del bar era bastante parecido a una de las postales de la selva que me había mostrado Braulio. Con el fino y sensible detalle del olor, claro. Después de hacer lo que tenía que hacer, me acerqué al espejo. Me pregunté quién era este tipo que aparecía y me miraba, y por qué repite mis gestos y mis muecas y por qué llevás mi misma ropa por qué no te vas al carajo mocoso mal educado y dejáme lavar las manos en paz.

Me muevo, volteo, y no hay nadie. El espejo, yo y la selva del baño.

- Braulio, escucháme, nos drogaron.

- Dejá de decir estupideces, dale que se enfría, estuviste un año en ese baño.

- ¿Qué es un año?

- ¿Te pasa algo?

- ¿Dónde estábamos?

- Que me voy, José, me voy a Japón. Este robot va a revolucionar todo. Vas a ver. Y ojalá que te agarren en eso de Europa, sos bueno con los números.

- Sí, no sé, siento que voy a extrañar todo esto.

- Pedí la cuenta ya, me tengo que ir.

- Srta., acá está todo… su propina… ah, y ya que estamos, una pregunta, de curioso nomás… ¿Ud. sabe cuántos años dura un café?

- ¿Café frío o café caliente? Hay muchos años de diferencia.

Un diálogo exacto. Una precisión milimétrica. Claro… un café, un año, un siglo…

Nos levantamos de la mesa. El día parecía ser el mismo. El sol también. La calle Bolívar y el mercado de San Telmo reventaban en mil colores que quedaban flotando en el aire. Repasé el lugar una vez más, extrañado de su realidad, de su consistencia líquida y vagabunda y escondida en el universo. Empujo la puerta, dejo pasar a Braulio, miro una última vez, incrédulo de todo ese plató en que estaba inmerso, dejo la puerta cerrarse detrás, olvidándola para siempre y saliendo, me pregunto qué es lo que mira ese señor pegado al vidrio que lo hace tan feliz.

Lucas Bruno
Lucas Bruno

Nacido el 3 de julio de 1987, en Buenos Aires, autor de "Cuentos para leer Ayer, 2020" y "Se juntan en la plaza, 2022"

suscribite a nuestra
newsletter