Retrato y exageración de la otra vida

Oct 2022-Lucas Bruno

Cuentos para leer ayer
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En una casa hay un sillón. Verde, suave y mullido. Está dirigido directamente hacia la chimenea, cuya boca es grande y donde cabe mucha leña para quemar. La chimenea es de ladrillos rojos y antiguos, pero firmes, bien colocados. Uno se puede sentar en el sillón y leer mucho tiempo sin entrar en incomodidades. Puede amoldar el cuerpo de manera tal que, cruzando las piernas, en ningún momento se acalambran ni pierden su peso ni su existencia.

La casa no es grande, pero sí amplia. Todo está dispuesto para que el salón donde está el sillón sea el centro de las actividades, del mundo y de la vida. De la otra vida. 

Los atardeceres iluminan con naranjas todo el lateral de los ventanales, cuando el día ya no es día y se transforma en algo más oscuro, mientras los minutos pasan. El sillón no es tan verde en ese momento, y se va tornando en algo más amarronado un tiempo después. Su verdor regresa a cada mañana, con las primeras luces del día, provenientes del otro lado de la casa. 

Si se observa desde lejos, el cuello de la chimenea se ve desde todos los puntos; si uno se acerca, solo de la parte del atardecer. Sobresale de las tejas negras pizarra que parecen derretirse y caer lentamente hacia abajo, sin tocar jamás el piso.

La casa tiene dos puertas: una en la entrada y una réplica exacta atrás. Ambas puertas son verdes como el sillón, de madera levemente resquebrajada y se abren sin ruidos. Los picaportes son de bronce y algo barrocos.

La puerta de entrada tiene una campanita dorada colgando a la altura de la cara y una cadenita que baila con el viento, silenciosa y paciente.

Si se va de puerta a puerta, bordeando la casa, podrán contarse tantos colores como diversidad de arbustos. Camelias, jazmines, hibiscos, y las desprolijas grevilleas, que parecen nunca terminar de despertar y, por supuesto, hortensias.

A veces la mañana aparece de repente, con su luz de vidrio y, junto al rocío y la lluvia de la noche, hace exhalar a la tierra su primera respiración, hálito vivo y encarnado en todos los colores y los olores y las brisas que nacen con el día.

Dicen que hay otra vida. Yo lo creo. Pero, ¿para qué arriesgarse?

En la alacena hay café.

Las camas están tendidas

La galería barrida y ordenada.

Las sillas y sillones dispuestos.

Juegos y juguetes para niños, para grandes, por todo el lugar. Cartas, dados, pelotas, lápices y libros para colorear, libros de adivinanzas, novelas y cuentos, poesía. Rompecabezas. Agujas para tejer y ovillos de lana de mil colores, texturas y espesores; fotos viejas, disfraces, y sectores escondidos con aromas de panes caseros.

Un sillón verde y una chimenea.

Hay leña afuera, se la puede recolectar y llevar dentro, para hacerla arder y transformarla en un beso de despedida a otro día concluído.

Hay un grito en las calles que se oye a diario, el grito del espíritu del hombre que no encuentra dónde descansar sus pies, el grito que pide la señal que indique el fin de las rutas, los caminos y senderos; una hamaca o una mecedora, alguien que detenga el reloj, el metrónomo. Visto desde otro ángulo, como lo hizo Adán Buenosayres, el lamento del barro, que pide espíritu a gritos.

Y un día, uno se acerca a la casa, a todo. Con cierta expectativa, con miedo acaso, de no saber qué encontrará, si lo hospedarán bien, si podrá salir. Se acerca como un niño se acerca a un animal de granja por primera vez. Sabe que es amigable, pero sabe también que es animal. Se acerca uno, digo, un día, y los miedos se retraen, huyen despavoridos ante tanta sencillez. El hombre ha sido inmerso en tantas necesidades que nunca tuvo, que nunca quiso… y ya no puede salir. Al hombre le han privado de sus partes esenciales, lo han endurecido, la misma humanidad quizás. Le fueron sacando pedacitos de sí, y llega roto, o incompleto a cualquier lado, a todos lados. Y el terciopelo verde del sillón es tan simple que lo abruma y lo paraliza. Y se aproxima para mirar de cerca, encerrando la cara entre las manos, apoyado en la ventana de los naranjas del atardecer, y adivinando quizás que se puede detener el hervor del mundo solo yendo de puerta a puerta, y juntar de a poco piñas y leños secos para la noche, solo con eso. Y qué extraña revelación, piensa el hombre, mientras se acerca. Quizás, hasta acaricia levemente una camelia mientras piensa todo esto. 

Hay un letrero unos metros antes de la puerta de entrada. Es sencillo. Cuelga de dos hilos gruesos, clavados a un árbol seco de baja estatura. El letrero dice: “no es malo el silencio ni la soledad, lea, juegue, ría. Hay un sillón adentro. Deje sus ruidos antes de entrar aquí, por favor, no querrá molestarse”. Esta leyenda está escrita en español, inglés, portugués, alemán, francés, mandarín, tagalo, japonés, latín antiguo y sánscrito”. El hombre se arriesga y se acerca, le parece exagerado dejar todo atrás, necesita de tantas cosas…

Pero qué verdad tan transparente son los olores de la mañana y la leña. Al hombre le han quitado el olfato, el tacto, y para que no se diera cuenta, le inventaron una nariz y orejas y hasta le inventaron idiomas, para que no perciba el verdadero sabor de las cosas. Y la casa lo restituye en silencio y con paciencia. Lo va rearmando de a poco, sacándole las costras del mundo de la otra vida que no le dejan oír ni ver.

El hombre llega al letrero y lo lee, inhala, exhala. Se acerca.

Sus yemas rozan las paredes, rodea la casa, no quiere entrar aún, no sabe si está listo. Paseará un rato antes de hacerlo. Caminará descalzo sobre el pasto blando, recogerá algunos troncos secos, escuchará a los pájaros para aquietar un poco más el alma.

Llegará a la puerta trasera, tomará el picaporte broncíneo y lo hará ceder, dándose paso por la casa, y al cerrarla, todo quedará detrás.

Entrando, el hombre adivinará qué clase de embrujo es este. Todo se tornará amablemente frágil. Todo estará en silencio por fin. Preparará la leña y un libro. Irá por un café, siempre habrá algo de café en la alacena. Ya se sentirá a gusto, y ya habrá recuperado lo que le habían quitado, ya podrá distinguir a quién ve cuando cierra los ojos, tanto tiempo velados. Ahora sí sabrá muy bien qué aroma huele cuando se apaga la vista, y a quién le trae y cuántos recuerdos reúne. Recién en ese momento podrá darse cuenta de todo eso. 

Con la taza en la mano, por último, el hombre irá al sillón, donde habrá otra persona, mucho mayor, sentada hace unos minutos; le tocará el hombro. Es el hombre mismo, que se sonríe y pregunta con el rostro afable ¿por qué has tardado tanto?

Lucas Bruno
Lucas Bruno

Nacido el 3 de julio de 1987, en Buenos Aires, autor de "Cuentos para leer Ayer, 2020" y "Se juntan en la plaza, 2022"

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