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Oct 2022-Lucas Bruno

Cuentos para leer ayer
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Debería escribirlo con muchas aes. Porque así fue cómo ocurrió, cómo se escuchó y cómo se sintió. Escrito sería algo así como “Monicaaa”. Unos segundos después, el grito quedaría en el anonimato y como un simple segundo extinguido en el tiempo, junto con otra cantidad innumerable de cosas que suceden a todo momento y nadie se entera. Mónica fue encontrada instantes después y ahí mismo terminó la cosa, el grito murió sin eco en Cáceres, qué bella ciudad.

Liliana había comprado para ese verano una cámara fotográfica, último modelo, con zoom y todo.

Estaba enceguecida con la cámara nueva y, en vez de ahorrar para gastar y utilizar dinero para regalos y caprichos durante el viaje, compró una buena cámara, para sacar buenas fotos. Como si de los viajes quedaran las fotos, solo y principalmente las fotos, qué ingenuidad.

Liliana siempre quiso que todo fuese perfecto, desde siempre, desde que la conozco. Yo, en cambio, todavía ni siquiera hago mi cama por las mañanas, y si lo pienso, creo que nunca supe hacerlo, vaya nimiedad. Y este viaje debía ser perfecto. Desde el primer momento, y en todos los aspectos. Entre ellos, las fotos, las fotos…

Liliana se casó por primera vez. Conmigo. Y era su primera luna de miel. Yo me casé con Liliana, para siempre, una sola vez, la primera. Seguramente la única y la última. 

Unos meses antes, la mesa del comedor parecía más bien el escritorio de algún cartógrafo de los antiguos, toda llena de mapas y rutas y lápices e imágenes. Todo cuidadosamente ordenado, prolijo, con fechas, con colores y pinchecitos clavados en el mapamundi, transformando Europa en un colador de papel con nombres de ciudades.

Todo empezaría en Barcelona. Allí conseguiríamos un auto de fabricación coreana, para dar comienzo al periplo por la tierra de nuestros padres.

A mí me parecía más práctico empezar desde Toledo, porque según entendía, como estaba al medio de todo, habría sido todo más sencillo. Pero Liliana dijo que así como lo había pensado ella era mejor, era perfecto. Para mí, que aun ni siquiera sé tender la cama, la perfección nunca llega a tener una forma definida, prefiero las cosas así como se las ve, con su aparente completitud. Barcelona entonces sería el punto de inicio, qué más da.

Barcelona, Picasso y Gaudí, como para empezar con contundencia. No teníamos mucho tiempo en cada punto, así que “Ciencia y Caridad”, la Sagrada Familia, un chapuzón en el mar, tres o cuatro días. Estuvo bien así. 

Zaragoza fue el siguiente destino, visitamos a la Pilarica, y paseamos por las calles, sus veredas coloreadas. Caminamos de la mano por las plazas, descubrimos por fin dónde se encontraban nuestras miradas, desde la primera cita, y vimos que el horizonte nos era propio, uno, sin fin, y nuestro.

No nos detuvimos mucho allí, yo quería ir a Toledo. Había escuchado cosas maravillosas de aquel lugar. Pero ir a Toledo en ese momento alteraría el orden de Liliana, y eso me parecía en el fondo un poco simpático, quitar levemente una pieza de su rompecabezas, y esconderla sin que se diera cuenta, por un rato.

Toledo llegó sin apuros. Cervantes y el Greco, y las espadas y trabucos del medioevo, y todo lo que esperábamos y lo que no, nos desbordaba a cada instante.

Liliana tomaba fotos prudentemente. No es de las personas que al llegar de un viaje tiene miles. Las elige antes de tomarlas. Ya las tiene clasificadas en su cabeza y no desperdicia ni una sola, y no pierde la oportunidad de ninguna otra. Piensa, por ejemplo, que posar para una foto invalida una segunda, en caso de que haya salido mal la primera. Si no sale bien de una, dice siempre, si no sale como se pensó, no sale. Y listo. A otra cosa.

Liliana quería encontrar una muralla. Una medieval, infranqueable, inexpugnable y sólida. Y me quería a mí en esa foto. Yo, todo débil y flaco junto a una pared irrompible. Esos eran sus gustos.

La luna de miel iba realmente muy bien, aunque en verdad no sabíamos exactamente cómo eran, porque nunca habíamos estado en una. Pero aun así, nos parecía que todo iba muy bien.

Nuestro siguiente destino fue Badajoz. Preparamos todo, subimos al auto y salimos. Manejaba ella, yo seleccionaba la música y cebaba mates, amargos y contantes, y le contaba cosas sin sentido. Reíamos por cualquier pavada, y hasta nos detuvimos varias veces, para pararnos al costado de la ruta junto al auto, solo para ver, respirar en silencio la inmensidad de todo, sentirnos vivos una vez más y acompañados el uno del otro, sorbiendo de a poco bocanadas de felicidad. Liliana enfocaba, intentaba, se movía y cambiaba de lugares para tomar las mejores fotos. 

La pude ver, me pude asomar en el abismo de Liliana con estas cosas… es como una cazadora con un solo disparo disponible. Si falla el disparo, la presa huye. Y se pierde para siempre. 

Pero no, esos momentos no salen nítidos en las fotos, y yo digo que por eso nadie tiene fotografías de la felicidad.

A unos cien kilómetros de Badajoz, el auto empezó a hacer unos ruidos. A mí me pareció toda una aventura y hasta gracioso. Era como un condimento inesperado, la ruptura no contemplada de la perfección, la improvisación. Me encanta todo eso. Liliana empezó a insultar y con el dedito en alto amenazaba al auto, que no se vaya a quedar y no sé qué otras cosas con los coreanos, sus madres y sus fábricas.

Resultado final de los ruidos: detención total vehicular. Liliana no sonreía tanto como yo, pero por suerte estábamos muy cerca de la ciudad de Cáceres, y aunque no estaba en los planes, pasó a ser automáticamente parte del viaje.

Traté de decirle a Liliana que se calmara, que todo estaba bien, que un poco de imperfección no está mal, que en definitiva, lo que debemos hacer es corregir lo desviado, hacerse fuerte y lograr llegar a destino. Hasta me sentí un poco teólogo diciéndole todas esas cosas.

- Vení, vamos a caminar, vas a ver que siempre sucede lo mejor.- le dije

- Bueno, dale, busco la cámara y salimos- contestó ella algo más aliviada.

Qué bueno es cuando lo disruptivo toma sentido esencial. Caminamos, yendo lento, como si el tiempo fuera agua, como si solo hubiese que hacer eso en la vida. ¿Quién, acaso, no se asombra de la cantidad de personas que hay en el mundo… de las cosas que existen más allá (mucho más allá) de nuestros pensamientos… de la creación entera, y sus infinitas formas y colores, de la historia del hombre, mientras se camina en un lugar ajeno a uno mismo…?

Liliana no sacó ni una sola foto en toda aquella tarde en Cáceres. Estaba metida en sí misma, en nosotros, en España, en el mundo, comprendiendo la vida, gustándola realmente por primera vez, sin detenerse en lo que debe ser perfecto, o de tal o cual manera. Solo estaba viviendo. Y era tan linda así.

Nos acercamos al Baluarte de los Pozos y seguimos por la Plaza de San Jorge, calmos, casi sin hablar, y llegando a la Torre de los Púlpitos, Liliana quedó muda. Esa torre le había tomado el ser. Yo la miraba a ella y después a la torre, repetía el movimiento para ver que había de extraño o inusual y no, no encontraba nada. Y entonces la vi. Vi a Liliana mover los dedos desenfundando la cámara, quitar la tapa del lente, acomodar las cintas alrededor del cuello, girar la ruedita de los efectos, o filtros o no sé qué tienen esas cosas y decirme, sin mirarme, que me fuese acercando a la torre, sin posar, sin mirarla, sin hablarle. Ahí entendí. Había encontrado su muralla medieval, y me quería a mí en la foto. En esa precisa foto. Liliana no me miraba, seguía ahí. 

Me fui acercando. Lento, como me había indicado mi esposa. No sabía si meter las manos en los bolsillos, si una, si las dos, si mirar a algún lado… no quería “arruinar” la foto. Resolví caminar y listo, y que saliese como sea, a mí me daba igual… pero cuando la vi a Liliana, todo a su alrededor había desaparecido, y sentí cómo siente ella el simple hecho de tomar una foto… de conseguir la presa… flotaba en una atmósfera etérea, como si todo fuese solo una gran idea… Uf, tanta hermosura me asombra.

Pero se me ocurrió algo, no puedo estar mucho tiempo sin que se me ocurra algo que rompa el silencio o lo solemne. Me fui corriendo hacia el muro, para salir de frente en la foto. Liliana parece que entendió lo que estaba haciendo y como no dijo nada, supuse que estaba de acuerdo.

Entonces, de ese modo, vi todo de frente. Yo me acercaba a Liliana, lozano y jovial, sintiéndome un modelo de perfumes, y vi toda la secuencia. Yo me empecé a reír desde antes, porque ya lo había anticipado unos segundos atrás. Cuando Liliana acercó la cámara al ojo, a punto de obtener su muralla conmigo, apareció una señora con unas bolsas de compras colgando del antebrazo, rolliza, lenta, cabellos color violeta obispo, anteojos redondos y grandes, y se le cruzó a Liliana, en el exacto momento del click. La señora buscaba a su nieta, que al parecer se le había escapado después de comprar. El nombre de la niña era Mónica, y si algún día quiere retratar a su abuela, con mucho gusto le enviaré por correo a su dirección en Cáceres, la foto que le tomó Liliana. Sale conmigo de fondo, pero casi no se me ve.

Lucas Bruno
Lucas Bruno

Nacido el 3 de julio de 1987, en Buenos Aires, autor de "Cuentos para leer Ayer, 2020" y "Se juntan en la plaza, 2022"

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