El tren de la muerte

El Tren de la Muerte
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Y era que nada había (ni sucedía) en aquella nublada mañana de octubre…o al menos se permitía vislumbrar en el desacomodado apartamento de Lucas Giacconte, que iba por su cuarta taza de café en un intento desmedido por disipar el agobiante sueño que lo azotaba física, mental, y anímicamente. Su novia lo engañó con su mejor amigo; del trabajo lo echaron por llegar casi una hora tarde dos meses seguidos, y cada vez eran más las cuentas que se apilaban en su puerta: luz, agua, gas…sin mencionar la deuda de la MasterCard que había expirado hacía largo rato. 

Si bien perdió el interés prácticamente en todo, o casi, –llevaba una semana sin levantarse del sillón, salvo para ordenar por Pedidos Ya– además de escuchar ópera, metálica, rock sinfónico, y de vez en cuando Charly García por su cuenta de Spotify, de lo que nunca se despegaba era del libro de dibujos que le regaló su tío, y en el que siempre se le ocurría algo para ilustrar. 

En filosofía de cuarto año, poco antes de abandonar los estudios, el profesor Vanderbrünner, a quien veía en sus pesadillas por la apariencia obesa de su cara, su bigote boscoso, largo, ondulado y desalineado cual Salvador Dalí, su camisa negra desfachatada y sus zapatos largos y puntiagudos como los que usaba P.T. Barnum, le dio para leer la biografía de un teórico epistemólogo del siglo dieciocho; si bien no recordaba su nombre, en el párrafo quinto de la enésima parte subrayó algo que nunca se iba a olvidar.

Algo como: <<Si bien la creatividad es tan ilimitada como la imaginación humana, tendemos a dejar fluir esa creatividad respecto a aquello que nos cause algún interés particular>>

* * *

Si bien no se consideraba un lector convulso –o una persona con afinidad hacia las letras–, algo por lo que Lucas sentía atracción era el ocultismo y los mitos satánicos. De las doscientas páginas que tenía aquel cuaderno, tan solo había llenado cien. Y la idea de presentarlo a una editorial no pasaba desapercibida. 

Eran las nueve de la noche cuando, habiendo llegado a la 150, dejó caer el cuaderno inconscientemente y se puso a roncar. No había ordenado nada, no tenía apetito. Por la posición de las piernas y su cabeza, cualquiera hubiera pensado que se tomó hasta el agua de los floreros; la cara, poco a poco, se le empalidecía a causa del frío que empezaba a hacer en la habitación. Le empezó a salir vapor por la boca, y la sequedad que sintió en su garganta fue la misma que lo hizo cerrar la boca, enderezarse de forma casi forzada, y dirigirse a la cocina por un buen vaso de agua. 

* * *

No salía agua de la canilla. El estéreo, el cual –estaba convencido– hace un minuto sintonizaba a Soda Stereo, había dejado de funcionar: No había luz en el edificio, en ninguno de los demás adyacentes.

La línea de teléfono estaba cortada. 

* * *

Sin entender qué demonios sucedía, se abrigó lo más que pudo y bajó al lobby (doce pisos y un gran dolor de piernas), y de ahí a la calle. 

No se veía un alma. El vecindario entero estaba a oscuras y parecía ser él solo en todo el distrito. De tanto << ¡Hola! ... ¡¿Hay alguien?! >> que gritó se quedó casi sin voz. No traía consigo barbijo por lo que lanzó aliento a los guantes y se cubrió el pecho con ambos brazos para mantenerse caliente.

Caminó unas doce cuadras por Libertador y hasta Av. Maipú por donde la Quinta Presidencial…tampoco había nadie. Poco a poco sentía un escalofrío que lo dejaba sin oxígeno; o estaba bajo los efectos de algún conjuro, o su mente le estaba algún truco tonto.

Se sintió como uno de los pasajeros del Titanic en el bote salvavidas, moviéndose por entre un río de cadáveres helados en busca de algún rezagado. 

* * *

Una pequeña luz detrás de su nuca lo hizo voltear de forma sorpresiva. A la vez notaba un raro cosquilleo en pies que, a medida que el tiempo pasaba, se tornaba en un profundo temblor que hizo sacudir la vereda, repleta de grietas. 

Una leve ventisca acarició su nariz, y que pronto la reconoció como la sirena de una locomotora; de las primeras en llegar al país allá por la segunda mitad del siglo diecinueve. 

Se dirigía hacia él a toda velocidad. Pudo haberse lanzado de espalda contra el muro de ladrillo; para su suerte se movía por sobre la calle sin necesidad de vías. Grande, negra como la noche, del tamaño del garaje de un criadero de caballos de carreras, y una chimenea de la que emanaba un espeso nubarrón negro que, en otra ocasión, hubiese cubierto todo un campo fertilizado. Tenía más de diez vagones. La luz marrón tenue que irradiaba de las ventanas aludía a los ferrocarriles tradicionales. En cuanto a Lucas le trajo recuerdos de sus paseos por la línea A del subterráneo, la única con vista hacia adelante. Por eso optaba siempre por el primer vagón. 

A la vez le produjo una leve nostalgia.

* * *

De una patada contundente se abrió la puerta del vagón de atrás de la locomotora: bajando los tres escalones –uno sobre el otro y a considerable distancia– un extraño sujeto con brazos y piernas grandes se apareció y señaló a Lucas mientras caminaba hacia él. 

Sus pasos eran como los de un dinosaurio. Por lo oscuro que estaba no alcanzaba a distinguirlo del todo. Lo que resaltaba, de gran forma, eran sus ojos brillosos, como rubí incandescente. Hacía retumbar el suelo con los pies. No llevaba traje de chofer ni de oficial de abordo; nada más una armadura inmaculada como la de un caballero cruzado…o directamente como la de Lord Sauron. El grosor del metal con que estaba forjada la volvía impenetrable, resistente, incluso hasta el impacto de una ametralladora. Al costado de cada hombro llevaba incrustada la cornamenta de un jabalí –moldeada en hierro–, y su casco de combate –del tamaño de tres cabezas y la cornamenta de un buey pendiendo hacia abajo– bloqueaba su rostro completamente. 

El vapor espumoso que emanaba por la visera daba a creer a Lucas que se estaba quemando por dentro. Aun así, no se mostraba para nada dolido. Siquiera un solo gemido. Más bien refunfuñaba.

Señaló hacia el tren. Lucas supuso que quería que subiera; al principio asintió, pero a los dos segundos dio media vuelta y salió corriendo. El gigante extendió una mano sin necesidad de moverse de donde estaba. Automáticamente, los pies de Lucas se dejaron de mover. Quedó varado donde estaba como una estatua. Contrajo el brazo hacia atrás, y así como se fue, involuntariamente volvió al punto de partida. 

Con su inmensa mano como la de un gorila adulto, lo cargó en hombros y lo llevó al tren que, apenas subieron, partió a toda velocidad.

* * *

De no haberse aferrado a lo primero que tuvo cerca se habría roto la cabeza contra el muro. El Encargado –una voz grave resonó en su cabeza, dándole a saber que así se le decía– lo sujetó de la camisa tras la espalda y lo sentó junto al resto de los pasajeros. 

Cruzó la pared como un fantasma hacia el siguiente vagón, donde estaba la cabina del conductor –no había puertas entre un vagón u otro–, y a partir de ahí no hubo más que silencio. 

Las ruedas rechinaban a medida que aceleraban, pero no se sentía nada. La luz era tenue y cada tanto titilaba fuere a quemarse en cualquier momento. Las paredes estaban mugrosas, repletas de hongos y musgos color verde gelatinoso: como si hubiesen emergido del Océano Pacífico. 

Aun estando fuera no alcanzó a ver a nadie supervisando la caja de controles en la locomotora, aunque sí se sentía el extraordinario ambiente frío proveniente de allí. El conductor debía ser invisible, y a la vez provenir de la Antártida, pensaba Lucas.

La humedad, por suerte, tampoco se sentía. Pero eso no era lo que abrumaba a Lucas. No podía dejar de ver con expresión de pánico a las extrañas criaturas sentadas delante suyo.

 

La que estaba en el medio parecía un ciempiés gigante…juzgando por el tamaño de sus dientes y el notable hilo de baba que desprendía de sus tenazas, cualquiera supondría que acababa de digerir toda una manada de osos pequeños en lugar de otros insectos. Constantemente hacía vibrar sus estiradas antenas y con su lengua viperina se quitaba la comezón de la espalda. La forma en que doblaba su cuerpo y así poder llegar a todas partes era increíble.

En el caso de Lucas, tan solo quedaría con pesadillas de por vida. 

Al lado suyo había un extraño hombrecito (de la altura de dos bebés) con aspecto de presentador de circo. De casi dos siglos antes por el tipo de ropa que usaba; era delgado como esqueleto, sus zapatos tan puntiagudos que podrían servir hasta de puñal, y la revista que leía…como tema de primera plana decía: “¿Cómo hacer dormir a un tigre de tres cabezas?”. 

Parecía tener cuatro brazos en vez de dos: en un momento quitó la vista del texto, ahí Lucas acabó presenciando lo antes no tuvo la oportunidad. 

No tenía ojos ni cara. La cabeza totalmente oscura, bombín estirado y del mismo color encima…las extremidades sobrantes por debajo de las suyas no eran de él, más bien de un extraño bulto sobresaliendo de su camisa como si estuviese adherido a su pecho. 

Contrario a él, este sí tenía ojos, y en uno de estos usaba un monóculo. Dado que el sujeto leía a través de él. 

Eran idénticos, casi hermanos. 

* * *

En ese momento el tren comenzó a frenar y Lucas sintió un fuerte zumbido que lo hizo respingar. Un alguacil del tamaño de un colibrí se posó sobre su rodilla; al mismo tiempo una larga lengua viscosa lo cazó de improviso y lo succionó más rápido que un remolino. 

<<Dé donde vino eso>>, se preguntaba Lucas, luego de que sus gritos de nena hicieron eco en todo el vagón. 

La respuesta se presentó frente a él en cuestión de segundos. Cuando un inmenso camaleón que, hasta ese momento había estado durmiendo la siesta, dejó de camuflarse con el entorno y se puso de pie para bajar. 

Era casi de su altura; ojos saltones azul grisáceo, traje de empresario, y, por supuesto, caminaba en dos patas. 

Fue el primero en bajar. 

* * *

Lucas no alcanzó a ver nada del exterior. Daba la impresión de que estaban en el microcentro por el aroma a salchichas de un pequeño local a la vuelta de Sarmiento, cruzando la 9 de Julio. Era famoso por lo caras que las vendía, y lo rápido que se agotaban por lo sabrosas que eran. 

Las puertas se cerraron al instante y continuaron viaje mucho antes de que pudiera darse una idea. 

* * *

A los veinte minutos se volvieron a abrir. El ciempiés gigante fue el segundo en descender. Apenas puso un pie fuera de la formación lo sumergió en un llano fangoso –como un profundo lodazal burbujeante–, dado que se encontraban en algún tipo de pantano. Trepó serpenteando por un viejo sauce roto, hasta ocultarse en el hoyo del tamaño de un cráter por debajo de la copa. Pudo ver como afilaba sus patas en la maleza, y que siguieron resonando incluso cuando el tren ya se encontraba a un kilómetro de distancia. 

* * *

Para cuando fue turno del pequeño cirquero no hizo falta frenar de nuevo. 

<<Adónde iremos a para esta vez>>, se dijo Lucas sin noción alguna de la procedencia de…<<lo que sea que fuere esa cosa>>. 

Guardó la revista en su chaqueta, se quitó el bombín y lo arrojó de cabeza al suelo. Rápidamente empezó a girar como un trompo, y a la vez empezó a crecer.  Cuando fue del tamaño de una pileta chica, los dos, su hermano y él, se zambulleron dentro hasta desaparecer en un inmenso agujero que parecía no tener fondo. 

Antes de que Lucas pudiese observar volvió a encogerse hasta que ya ni se le vio. 

* * *

Media hora más tarde seguían sin frenar. Solo quedaba él que ya sentía el corazón latiéndole a un ritmo que acabaría saliéndole por la boca, o por el recto. El Encargado no había vuelto a presentarse desde que cruzó aquel muro hacia donde el Conductor Invisible; y desde afuera ya no se veía nada. 

No tenía inconveniente en suponer que se trataba del mismo infierno; le costaba creer que existiese un círculo en particular en que los ferrocarriles, por más viejos y ostentosos que fueren, pudiesen recorrer incontables millas en un viaje que nunca empieza, y que jamás concluye.

* * *

La luz seguía titilando de forma agotadora, aunque en ese momento era más notoria. Las ruedas rechinaban constantemente; después le siguió un poderoso temblor que hizo retumbar las tanto paredes como las ventanas. 

Parecía que se movían por una ruta de rocas. 

Lucas pedía ayuda pero nadie escuchaba. La cabeza empezó a dolerle, a la vez que un fuerte chillido lo mataba por dentro. Se puso ambas manos en los oídos y se encogió de hombros y pies con tal de apaciguar el sonido.

Pasó a ver en blanco hasta que, por un breve instante, todo se tranquilizó. 

No hubo nada, excepto silencio. 

* * *

Aguardó un rato antes de abrir una vez más los ojos: no se encontraba en su casa, tampoco junto a la Quinta de Olivos. No olía a carne cocida, no estaba pisando barro, tampoco colgaba de la mano del Encargado.

Ya no se encontraba en un tren fantasma con criaturas tenebrosas. Ahora que recordaba, eran parecidas a las que plasmaba en su cuaderno.

Se miró del cuello para abajo, se encontraba en pijama. A su derecha había un cartel que decía “Estación Munro”. La barrera, de la que reconoció el berrido, estaba baja y sonando, y frente a él larga fila de autos esperando cruzar.

Lo último que percibió fue el aturdidor bocinazo del tren de transporte público acercándose hacia él por el mismo riel en que yacía parado. Descalzo. Víctima de sonambulismo. 

Germán Guillermo Nonell
Germán Guillermo Nonell

Tengo 24 años, soy de Vicente López, Provincia de Buenos Aires. Bachiller Universitario en Periodismo por la Universidad de Palermo. Además de periodista soy escritor, actor, redactor SEO especializado en espectáculo, cultura e interés general. Me considero un amante clásico de los videojuegos y mis escritores preferidos son J.K. Rowling y Stephen King.

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