El jardín de Doña Rosa

el jarin de doña rosa (caratula)
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–Podría jurar que escuché su voz –dijo Faustino mientras iba por su cuarto Marlboro.

–¿La voz de quién? –preguntó Rodrigo, su amigo y compañero de facultad quitándose los inalámbricos porque su Samsung importado tenía poca batería.

–¡De mi prima, estúpido! No sé para qué pedí que me acompañaras si al final no me das ni cinco de bola –se irritaba con facilidad.

–Su muerte, al parecer, te dejó sin remedio –repuso Rorro (así le decían) de forma presuntuosa– Fausto, el cáncer de útero es natural. Es un garrón pero a la vez es natural. Adiviná de qué murió Eva Perón. 

–Te estoy diciendo la verdad, tarado. El otro día estaba pasando por la casa de la vieja esa, Rosalba, y ahí me pareció oír su voz como zurrándome desde lo más profundo de su jardín. Sonaba raro, como asustada. Parecía pedirme que la ayude de forma desesperada; y bien que pude haber saltado la reja pero como no es mi casa y todos en esa esquina son unos chismosos totales…

Aceleraba el paso a medida que contaba, como si fuese a competir en la maratón.

–Ah, o sea que ahora vamos a ir a la casa de Rosalba Vespucci, vamos a tocar el timbre y le vamos a pedir ingresar al jardín, que, de seguro, debe estar repleto de gnomos, para buscar…o al menos tener algún indicio de algún alma misteriosa oculta o atrapada bajo alguna planta, margarita, hortensia…–jugaba Rodrigo al detective privado– ¿Es así?

–Mas o menos. Sí –contestó Fausto sin el más mínimo escrúpulo. 

–Uff –negaba Rorro con decepción– Mucho Rasputin, Guillermo del Toro…vas a terminar en un loquero si seguís así, eh. Ojo. Ya te vas a acordar.

–Lo voy a tener en cuenta. 

Siguieron caminando.

* * *

Eran las tres y media cuando llegaron a casa de la vieja Rosalba. Si bien no era la gran cosa, dejaba mucho que desear, lo que más resaltaba era su aspecto tétrico. Por el negro de las paredes, ventanas y techo, nadie se había molestado en pintarla hacía largo tiempo; de la puerta hacia adentro no se veía nada. 

Parecía no haber nadie. 

Las macetas ya ni hojas tenían. Llevaban tiempo sin ser regadas. La puerta de entrada, cubierta de humedad y óxido proveniente de los tubos de escape…ni una triste calandria se atrevía a posarse a tomar sol siquiera en la pobre chimenea que parecía estar más tapada que un tanque de agua. 

El timbre, por suerte, funcionaba a la perfección. Tanto, que ambos quedaron con tímpanos aullantes.  

–Decime la verdad, ¿por qué le dicen Doña Rosa? –Rorro continuaba en modo Sherlock Holmes. 

–Por el nombre de pila y color de pelo. 

–Oh. ¿Tan vieja decís que es?

Oui. 

–¡Adelante! –se oyó desde el fondo. 

E ingresaron. 

* * *

–Okey. Eso fue raro –concluyó Rorro dejando las bromas de lado. 

<<Suponiendo que ni se molestó en preguntar quién es>>, concluyó desconcertado. 

Era un largo pasillo hasta el jardín de atrás, donde encontraron a Doña Rosa sentada en una fina mecedora, cosiendo un pequeño pañuelo con la imagen de un caballero de armadura celeste. Rechoncha, de baja estatura, alpargatas marrones con suela desgastada, blusa rosa y pantalones marrón claro, lentes de contacto y mirada seria. Ovalada como su nariz, igual de respingada y pecosa. 

–Puede que no sea tan vieja –repuso Rorro cuando notó que no tenía tantas canas y arrugas como pensaba. Aun así le daba mala espina. 

Fausto, por su parte, miraba asombrado el jardín. El pastizal verde humedecido cubría la mayor parte del patio, excepto donde el cobertizo del lado izquierdo donde guardaba la barbacoa y los útiles de podar. No había duendes ni nada para adornar ya que costaban una fortuna, tan solo un pato de hule y una pequeña rana de cerámica sobre la mesita para tomar el té. 

Nunca se dijo si había estado casada, o si alguna vez tuvo hijos. Era muy reservada en ese sentido, y nunca hablaba de su intimidad. 

Tampoco era de recibir visitas tan seguido, o al menos así aparentaba. 

* * *

No quitaba la vista de lo que estaba haciendo, siquiera para saludar:

–¿Rosalba Vespucci? –preguntó Fausto con aire de nerviosismo.

–¿Mh-hm? –contestó la anciana lo más desinteresada.

–Disculpe la intromisión, vengo de parte de Rollo Villega, el carpintero de la otra calle. No sé si le dijo, de parte mía, que iba a pasar por aquí esta semana…

–Algo escuché. Igual no presté mucha atención a ese infeliz – dijo Rosa con igual desinterés. 

Seguía enfocada en el pañuelo.

–Se odian a morir –se reía Rorro hacia adentro recordando la vez que le reparó la cuna a la hija del antiguo comisario Araneuve, cobrándosela el doble de lo acordado. Después dicha cuna (de casi cuarenta años de historia) acabo cruzando la ventana del local haciéndola añicos, o algo así le contó su abuela de chico. 

Dicho escándalo salió en todos los diarios de la zona.

–Eso también me lo contó –repuso Fausto– De todos modos seré breve. Mire, estoy aquí porque hace días que no sé nada de mi hermana, tampoco sé dónde más buscar. Fui a la embajada, puse folletos, hablé con familiares, amigos del colegio…denuncié su desaparición pasados los dos días, pero nada. Es como si se la hubiese tragado la tierra. ¿Me explico?

–Lamento escucharlo. Perdoname que pregunte, pero ¿exactamente qué que ver todo eso conmigo? –contrapuso con notable cinismo.

–Y otra cosa, –objetó a la vez Rorro– ¿no dijiste que era tu prima?

–Media prima. Pero para mí es como mi hermana. Igual no viene al caso. ¡Sí, a eso iba! –se volvió a dirigir a Rosalba que iba ya por los últimos retoques– La última vez que la vi estaba volviendo de un partido de hockey, se lesionó un tobillo, le costaba caminar, rengueaba a duras penas…un vecino me dijo que, según recordaba vagamente, la vio entrar a su jardín donde, usted que sabe de primeros auxilios, le dio algo para aliviar el dolor. Pero después de eso no se supo otra cosa. 

Tragaba saliva; a la vez recobraba el aliento. 

La vieja, dejando el hilo y las agujas en la mesa de té, sacó del bolsillo de su pulóver un frasco de esmalte color rosa fuerte y se pintó los diez dedos gordos, que a la vez parecían bañados en grasa de cerdo. Su abultado vientre –como aquellas bolas inflables que se usan para elongar; en clases de yoga, posparto– le rugía a modo de haber digerido todo un kilo de carne. 

* * *

–Sigo sin entender mi papel en esto –dijo sin más. 

–Se la hago corta –intervino Rorro, acabando por aburrirse– ¿Es verdad lo que dice mi amigo? ¿Usted acudió a socorrer a…

Chasqueaba los dedos.

–Lara.

–¿Lara qué?

–Lara Giannofre –aclaró Faustino– ¿La vio de cerca?¿Dijo a dónde iba?...Contésteme. ¡¿Estuvo en su casa, si o no?!

* * *

–Primero, –la vieja se levantó lentamente con piernas flojas, semidormidas, ayudada con su bastón a base de madera de roble, encorvado hacia abajo y con punta de hierro. Regalo de un primo lejano, muerto en Tucumán a manos del ERP– que sea la última vez que me levantás así la voz. Pendejo roñoso. Dos, yo no tengo que dar ningún tipo de explicación, mucho menos a un par de mocosos que, vaya uno a saber, cuántas materias adeudan del secundario. Tres, no. No recuerdo ninguna persona con esa descripción pisando mi césped o…manchando mi alfombra de barro pidiendo por algún analgésico. La última persona que cruzó por esa cerca sin mi permiso está, gracias a Dios, alimentando a los gusanos con sus entrañas. Walter Onfrey, chiquillo insolente, cocainómano epiléptico. Dios lo perdone. Le dio un ataque severo, se apagó justo ahí. Pobrecito –señaló la baldosa que pisaba Rorro, que a la vez devoraba una bolsa de buñuelos que tomó de la despensa sin pensarlo dos veces. Era más clara que el resto, dado que había sido alterada. 

Nada más dio un brinco exaltado que, por poco, lo hizo irse de nuca contra el andamio; y que a la vez provocó en Rosa una buena carcajada.

–¡Ahora fuera de mi propiedad antes de que los acuse por violación de propiedad privada! –disparó a matar. 

Rorro salió picando.

Fausto le siguió detrás con tremenda bronca, ya que seguía con las manos vacías. 

* * *

–Decime la verdad, ¿estás seguro que fue su voz lo que oíste, o solamente fue otra de tus pesadillas? –le dijo Rorro mientras encendía la consola en su casa. 

En ese momento Fausto yacía sentado en la cama con la vista perdida; a la vez ponía la mano en el mentón, atrapado en sus pensamientos cual estatua de Platón.

Lo mismo le preguntó su psicólogo tres días después en su terapia semanal. 

–¿La escuchaste a ella, precisamente, o era una voz parecida? –preguntaba mientras servía una diminuta taza de café humeante. 

–Era ella –sostenía firmemente– Es inconfundible, la reconocería en todos lados.

–¿Y qué te dice, exactamente?

Le costaba pensar en ello, pero le abrumaba de tal manera que le era imposible pasarlo por alto. 

Ya no.

–Las primeras veces…algo como “Ayudame, ayúdame”. La oigo y sé que está en peligro de muerte, y sin importar la hora, el momento que fuese, dejo lo que estoy haciendo y acudo en su llamado… 

<<Como perros atraídos por ese silbato que, a los oídos de otros, es inaudible. Pero que los atrae en manadas descontroladas. Como abejas a la miel>>, idealizaba. 

–…pero una vez llego, si bien parece que la encontré, de inmediato vuelve a esfumar. O me dice algo distinto. Ya sea por…

–¿Algo distinto como qué? –interrumpió el doctor enfocándose allí.

–De la nada pasó a decir: “Alejate, alejate…no me toques más. Dejame en paz”…No tengo idea de lo que quiere decir; lo que sí sé, con seguridad, es que está en peligro. Y la debo ayudar.

* * *

–Hablemos de tus pesadillas.

Pasaron a la otra faceta.

–Anteriormente dijiste que la que más te agobiaba era esa, pero no te animaste a contarla. ¿Podrías hacerlo ahora?

Las manos de Fausto temblaban de tal forma que las frotaba en su rodilla, moradas por el frío que, a la vez, lo tenía con ambas piernas inquietas.

–Sí –contestó sin más– Estoy en una casa, la desconozco por completo; mía no es, tampoco de ningún conocido. Más que una choza parece el granero de algún pastor del siglo quince. Pero bueno, qué saber. Yo estoy ahí, pero en el cuerpo de alguien más. Y mi hermana también. Estoy junto a ella, pero no puedo ir hacia ella. Justo ahí me…

–¿Cómo “en el cuerpo de alguien más”? No entiendo.

–Tampoco yo. Es lo más loco de todo. Porque persona, en ese preciso segundo, la lleva –a mi hermana– arriba de todo; a lo más alto, al desván – creo– , y justo ahí hay una cama hecha con paja. La oigo gritar, la veo forcejear…se quiere ir, lucha por escapar, pero el tipo ese no la deja. A mayor resistencia, mayor es el placer que siente. Como si se alimentase del dolor ajeno. 

–Un sádico –remarcó en su libreta.

–Exactamente. 

* * *

–Y a esa persona, ¿la viste de cara? ¿Reconociste algo que te hiciera sospechar? ¿Algún indicio, rasgo, vestigio…

–No. Como le dije, estoy ahí, pero en el cuerpo de alguien más. Alguien a quien, por lo tanto, no puedo controlar. O identificar. No me queda otra que mirar, y eso es lo más siniestro.

¡¡¡QUE NO PUEDO HACER NADA!!!

* * *

–Creerá que estoy loco, ¿no?

Trazó un par de líneas más, después cerró la libreta y la dejó en la de luz. 

–¿Sabés por qué a los gemelos, a medida que crecen, les cuesta más y más separarse? –le impuso un desafío– Porque el hecho de que nacen el mismo día, a la vez los hace forjar un vínculo que, con el paso del tiempo adquiere más y más solidez. Se fortalece. Se estabiliza. Forma equilibrio. Lo mismo pasa con los árboles. Cuanto más deja crecer su raíz, más difícil será después arrancarlos del suelo. De esa forma pueden vivir por…vaya uno a saber cuánto. Toda una vida, prácticamente. ¿Sabés cuántos padres, tíos, abuelos recibí en este consultorio con el mismo problema? ¿Que en el colegio no lograban separar a sus hijos por tratarse justamente de eso?

–Lara y yo no somos gemelos.

–Tampoco dijiste que era tu hermana en primer lugar –remarcó el doctor– En un principio dijiste que era una amiga de la infancia, después dijiste que era la ex de un compañero de gimnasia, la sobrina del padre del hijo del hermano de tu maestra de historia…a tu amigo Rodrigo, tengo entendido, le dijiste que era tu prima, después con la señora esa, Rosalba, Doña Rosa, cambiaste otra vez de versión y dijiste que era tu hermana. Hermana que, si bien no practica ningún deporte ya que, lo único que sabe hacer, según dijiste también, es “ir al shopping con sus amigas”, se lastimó la pierna jugando en el campo. ¿Eso también fue otra invención tuya, o solo una más de tus pesadillas?

* * *

Por un segundo Fausto quedó helado. Como jaque mate en ajedrez.

Aun así no tuvo problema en contestar.

–No. Es verdad. No lo voy a negar. Lara es mi hermana, pero para mí es más que solo una hermana. En sesiones anteriores le dije que no me es fácil hacer amigos. Nunca fui de encajar en algún grupo, nunca me gustó salir de farra, mis padres no estaban nunca en casa ni lo siguen estando. Solamente estaba ella, y solo en ella me podía porfiar. Porque no solo me apoyaba en las mejores y en las peores, sino que, además, me escuchaba y me entendía como ninguna persona pudo en la vida. Así que sí, en ese sentido podría decirse que hay cierto vínculo. Si no es que más. Eso tampoco lo voy a negar. 

–Y ese lazo entre los dos te está diciendo ahora que ella está en peligro y la tenés que ir a rescatar.

–Exactamente.

* * *

–Por eso fuiste a la casa de Rosalba. Escuchaste su voz y pensás que puede estar retenida allí por esta persona misteriosa. 

–Por eso fui a preguntar primero. Quería tener la certeza de que fuese así; y después de lo que vi, no creo que haya la menor duda.

Es ahí. 

* * *

–¿Y qué estás esperando? –dijo el doctor sin más. 

–Antes pensaba declarar en la seccional, pero lo más seguro es que acabe atado a una cama, mirando Dora la Exploradora por Discovery Kids, comiendo budín de naranja en pijama que diga “Paciente X”. Figurativamente.

–O podés ir directamente y sacarte la duda.

–¿Perdón, cómo dijo? ¿Qué, al jardín de Doña Rosa?

–Si ahí escuchaste su voz significa que debe de estar ahí. O en algún lugar de allí. Y por la cana, no te preocupes. Si algo se sabe de sobra, estos días, es que son especialistas en no hacer un carajo de nada. A lo sumo, si preguntan negaré absolutamente todo. Por algo existe la confidencialidad médico-paciente. 

Sintiendo un profundo alivio, Fausto se levantó de la silla y se puso nuevamente la campera.

–Gracias doctor. Gracias. 

Y se fue corriendo directo donde Rosalba Vespucci. 

* * *

Para colmo, una vez más, el día estaba nublado; y las cosas seguían casi del todo igual que la vez anterior con el sensible de Rodrigo, quien quedó para ir al cine con alguien que le hizo Match en Tinder. 

No hizo falta tocar el timbre ya que la puerta golpeaba contra el muro por el viento, dejando caer trozos de pintura. Ingreso sin más cuidado apretándose el pecho con ambas manos, mientras le salía vapor por la boca. Las hojas marrón oscuro que volaban de los árboles chocaban contra los azulejos, y a la vez hacían resonar las campanillas de adorno, lo cual nunca era señal de buen augurio. Sentía puntadas en el pecho por lo rápido que le latía el corazón, pero lo que más le molestaba era cómo se le irritaban las fosas nasales a causa del hedor nauseabundo que emanaba de la pequeña chimenea. 

Supuestamente tapada. 

Aun así no se detuvo. 

* * *

Otro gran alivio para él, la vieja Rosalba no se encontraba. Tampoco parecía haber nadie en casa. <<A menos que viva a oscuras como un vampiro. Lo cual dudo>>, le gustaba ironizar. Se paró sobre la baldosa en la que sucumbió el adicto de Walter Onfrey en aquella trágica ocasión; ahí se percató de algo que antes no:

Todo el cantero estaba surcado por una hilera de figuras con apariencia humana, a base de piedra. Estatuas, supo reconocer no se trataba de ello; de lo contrario estarían sujetas a algún bloque de concreto, si no caerían y romperían. 

Particularmente estas –contrario al resto– una extraña fuerza invisible parecía adherirlas al suelo. Como alguna clase de imán. 

Pero eso no era lo que sorprendía a Fausto, sino la expresión de miedo y horror en los rostros de cada una. La que estaba cerca de él simulaba a la de un tipo delgado, casi esquelético, de ojos pequeños, pocos dientes, y una barba larga y desprolija sujeta por una banda elástica. Cuanto más observaba, más se acordaba al día que salió en cada periódico cuando capturaron al convicto Juanjo “El Carnero” Mantos. Fuentes del penal del que escapó dos meses después de recibir cadena perpetua por violar y estrangular a cinco adolescentes afirmaron que sería fácil reconocerlo, ya que en su mano izquierda le faltaba el meñique. 

Lentamente desvió la vista hacia abajo…

–Estoy soñando de nuevo –dijo sin más– ¡Que alguien me pellizque!

Empezó a retroceder pero cayó de trompa contra el suelo y se quebró la nariz. Algo lo sujetaba desde abajo y tironeaba con fuerza descollante. Hizo fuerza con la pierna dejando correr líneas de sangre. Al final logró soltarse, se levantó tan rápido como pudo y se cubrió la cara con el brazo. 

Volvió a mirar abajo:

Una mano humana –desprendida del resto del cuerpo– lo tenía agarrado del talón. Se aferraba con gran estrépito, como si tuviera vida propia. Abrumado por el asco y el horror, Fausto hizo milagros para quitársela de encima y lanzarla lo más lejos suyo. Se arrastró hasta desaparecer por debajo de unos arbustos. 

El viento soplaba con tal furia que parecía venirse un huracán, y la tierra, repentinamente, comenzó a temblar y a resquebrajarse bajo sus pies temblorosos. Logró salir del cantero y ubicarse en tierra firme. Corrió hacia la salida cuando un rayo impacto a metros suyo y lo mandó a volar junto al cobertizo. 

Cayó de espalda sobre una capa de fango.

* * *

Casi inconsciente, con la mitad del cuerpo entumecido, buscó fuerzas para erguirse y ponerse otra vez de pie. 

Para entonces todo volvía a tranquilizar. O así parecía. Sintió un ardor en el brazo que lo hizo encorvarse y contraerse hacia debajo. De nuevo. Algo lo estaba quemando tanto por dentro como por fuera. Unos largos trazos –como la hoja de un alfanje– tomaban forma en su antebrazo formando letras que, a su vez, desembocaron en una corta frase: 

“Soy lo único que queda, soy lo único que verás.

Aquí, junto a los tuyos,

por siempre te quedarás”

* * *

Más tarde se cerró hasta que se hizo cicatriz. 

* * *

Fausto volvió a oír la voz de Lara, aunque con más intensidad. Daba la impresión de que se estaba acercando. El entorno frente a él comenzó a alterarse, a modo que adoptó nueva forma permitiendo vislumbrar el extraño significado. La silueta de una mujer dirigiéndose hacia él con brazos bajos y fríos, cabello suelto, colgante, y un refulgente camisón blanco, a la que supo reconocer enseguida. 

La miró a los ojos, y ella también. 

–¿Lara? –dijo con expresión de espanto.

Si bien no fueron palabras las que salieron de su boca, por todo el caserío resonó el llanto de furia del fantasma de Lara Giannofre; tanto, que para cuando la Policía Federal llegó apenas pasadas las nueve de la mañana (del día siguiente), mucho no hubo para presenciar:

Nada más la casa de una vieja escultora, muerta hacia más de veinticinco años, un cantero hacia rato sin podar y una buena cantidad de estatuas de personas. Entre estas…la de Fausto Díaz Giannofre con el brazo estirado –como si buscara aferrarse a algo en particular–, la idealización del pánico en su tes, y la sigla <<VIOLADOR>> del cuello para abajo, impuesta con marcador indeleble. 

Germán Guillermo Nonell
Germán Guillermo Nonell

Tengo 24 años, soy de Vicente López, Provincia de Buenos Aires. Bachiller Universitario en Periodismo por la Universidad de Palermo. Además de periodista soy escritor, actor, redactor SEO especializado en espectáculo, cultura e interés general. Me considero un amante clásico de los videojuegos y mis escritores preferidos son J.K. Rowling y Stephen King.

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